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Columnas y artículos de opinión
En Caliente
Primer viernes de marzo
Benjamín Garcimarrero
3 de marzo de 2014
alcalorpolitico.com
Era el primer viernes de marzo de 1987, el destino me llevó a la Dirección de Turismo del Estado, que entonces estaba enclavada en una oficinita de la esquina de Primo Verdad e Hidalgo que actualmente es una tienda de artículos deportivos.
 
Compañeros de gratísima memoria formábamos una mantada impulsiva a la que se le hacía chico el mar para echarse un buche de agua, y no está por demás recordarlos: El Chino, Bety Gallegos, Chabelita, Fito, Yarmuch, Toriz, con mis disculpas para los que no menciono aunque no olvido.
 
El caso es que se llegó la fecha de la celebración de los Tuxtla dedicado a los brujos, chamanes y hechiceros que tradicionalmente se realiza en aquella privilegiada zona, particularmente en el cerro del Mono Blanco.
 

La conseja aseguraba que el primer viernes de marzo, se presentaba el demonio con todo su séquito de íncubos y súcubos a cosechar doncellas, vidas, sangre y todas esas menudencias que le son ofrendadas.
 
Para el caso las empresas interesadas confeccionaron tazas, llaveros, camisetas, escobas brujeriles y demás “recuerdos” que los traidores de la lengua han dado en llamar “suvenires”.
 
Aparte del arribo en lancha por la laguna de Catemaco a Nansiyaga se podía llegar a pie por una vereda iluminada con candiles y veladora que empavorecía al más valiente, pero como íbamos en grupo y casi agarrados de la mano, pues el miedo lo dejamos para el regreso.
 

El escenario de aquel aquelarre, fue alrededor de un temazcal, se había improvisado una gradería de piedra y barro; al centro ardía una gran fogata y una mampara ocultaba toda la tramoya dispuesta para el espectáculo en que se titularían de brujos blancos los “seminaristas” inscritos para el caso.
 
Empezó el rito de ordenación a las doce en punto de la noche, anunciaron primero al Diablo, que desde luego no se apareció, lo que le atribuimos a que fue imposible encontrar una doncella que se dejara sacrificar; había candidatas al sacrificio cuya doncellez había desapareció tiempo atrás como por arte de magia; buen truco para no ser acuchillada.
 
Acto seguido hicieron presencia una media docena de brujos en grado de tentativa aún, que le estiraron y retorcieron el pescuezo a sendos gansos, patos y gallinas, ante el aplauso y ovación del público de la gradería, entre los que estaba yo.
 

El brujo mayor ahí presente, supervisaba la perfección del sacrificio de cada ave, nadie decidió apuñalar un chivo, cochino o ternero porque son capaces de defenderse, el pato, como su nombre lo dice, es bien pato.
 
Concluido el degüello de emplumados, los aprendices de brujo, cubiertos con su traje talar blanco, se tiraron de panza al piso y apareció el viejo brujo mayor a darles su bendición…o maldición; que en el caso se estila. Mefistófeles no se dignó aparecer y ni siquiera arrojó una voluta de azufre, indispensable en todas estas recepciones profesionales. Más parecía una tenida blanca masónica que una entronización a la antesala del averno.
 
El brujo mayor fue levantando uno por uno a los “ordenados”, que hicieron mutis por la izquierda con la testuz sumisa, y por último él mismo salió del escenario previa señal de haber concluido aunque no se supo si era una bendición o una elocuente mentada de madre.
 

Ya para concluir la bella ceremonia y antes de abordar nuestras canoas y escobas fálicas para retirarnos, salió al escenario un grupo danzante compuesto de bailarines, muchachas y muchachos que fogosamente representaron los suplicios infernales. Ya para entonces entre el público había un penetrante olor a cannabis que nos tenía profusamente chamuscados.
 
Mi gran sorpresa fue que a los jóvenes bailarines yo los conocía como integrantes de un destacado ballet universitario.
 
Desde entonces, cada primer viernes de marzo, recuerdo con nostalgia aquella ocasión mágica, y me parece una visita obligada para quienes desean llenarse de ese misterio que guarda la región de Los Tuxtla. No falte este viernes que además es siete.