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Columnas y artículos de opinión
Hemisferios
El romance perpetuo de García Márquez
Rebeca Ramos Rella
21 de abril de 2014
alcalorpolitico.com
¿De qué estarán hechos esos seres que poseen la virtud de transformar sus pensamientos, ideas e imágenes mentales en letras que forman palabras, que construyen párrafos y que nacen libros, que se vuelven vehículo de imaginación, emociones, sentimientos y reflexiones…hasta de recuerdos y paralelismos en la vida cotidiana de quien los ha leído?
 
¿De qué don especial han sido distinguidos estos seres para tener la habilidad de llenar el vacío más desafiante para cualquier persona, como lo es una hoja en blanco, hoy, una pantalla huérfana y desierta?
 
Nada reta más a un ser humano que la ausencia de un texto que no ha sido parido por las teclas, por la caligrafía que dibujan los dedos y una tinta o mero carbón. Ese cúmulo de letras que engendran un significado, una escena, una situación; que describen un espacio, el clima, el olor, la textura, la expresión, los gestos, los sentimientos y que en armonía afortunada, se aparejan con la metáfora, para que el lector, desenrede la imaginación y sienta y viva lo que lee, lo que lo inunda, lo que está presenciando a través de las palabras de alguien que tuvo la genialidad, el cuidado en el detalle, la nítida observación y la inspiración para transportarlo a esos mundos que edifican las historias, los poemas, las novelas, los cuentos, los libros.
 

Esos textos se convierten en la voz sin sonido, que habla cuando leemos renglones; esa voz interna que a veces nos grita, porque no la queremos escuchar. El orgasmo más satisfactorio de quien expresa lo que piensa, siente, sabe, encuentra, concluye, investiga, observa, crea y fantasea se desborda como el torrente de un río crecido, como el tsunami imparable, en una cuartilla; es sacar, extraer y soltar libre, lo que se lleva adentro; es explotarlo como ráfagas de lava al exterior desde el profundo; desde el centro. Hierve en el fondo y quiere salir de alguna forma.
 
Y a veces, es expulsado desde el alma, desde el cerebro sin dejar de detenerse en el corazón y en el archivo vivencial propio y se define perfecto, cautivante, ilustre, estremecedor, revelador, coincidente.
 
Hay quienes escriben. Hay quienes redactan. Hay quienes fecundan. Hay quienes llenan espacios. Hay quienes inventan y descubren. Hay quienes copian. Hay quienes transcriben. Hay quienes razonan la siguiente aportación.
 

La genialidad es de quienes superan las fronteras de esos estadios y son únicos y son admirados por esa extraordinaria capacidad, de muy pocos; de inmediato reconocida, por los menos; apreciada por los ávidos de esa introspección fascinante que se gesta al leer; valorados con justicia si los millones seducidos corean la excepcionalidad del texto palpitante, que les ha estrujado los sentidos; meritoria sempiterna y laureada inmortal, una vez partido el creador o la madre.
 
Una vez uno de estos seres magníficos me develó el secreto: “Para escribir 28 renglones, habrá que haber leído 28 libros…” Y es que el arte de fertilizar vacíos blancos se nutre de leer y leer y leer más lo que otros han transferido de su interno al externo y, de ahí al eterno, porque lo escrito, permanece; se queda como testimonio de ese acto climático de traducir lo se sabe, lo que no se sabe; lo que se conoce y desconoce; lo que se imagina y se idealiza; lo que se denuncia y se remedia; lo que se vive y lo que se muere; lo que se pare; lo que se anhela y lo que se guarda y se recuerda.
 
En este país, la lectura no es hábito orgásmico. Quizá uno de los grandes males de las nuevas generaciones y de las que les han antecedido, es que no gustan ni disfrutan tanto de leer. La holgazanería cerebral, los invade. El miedo a la imaginación introspectiva, los paraliza. Leer no sólo es ponerle sonido a las palabras dentro de uno. Es razonar lo que se oye dentro y es viajar a donde nos llevan esas letras. Es un sueño, despiertos; una pesadilla a ojo abierto o un laberinto real, donde hay que hallar la salida. Leer es pensar. Y nos cuesta pensar y repensar. Usualmente somos reactivos, más que racionales, porque razonar nos toma tiempo de reflexión. Nos invoca a la prudencia y a callar un instante; nos amarra el ego en alerta constante, siempre impulsivo y defensivo; lo obliga a reflejarse en el espejo y verse imperfecto.
 

Los seres excepcionales, que escriben, nos escriben para invitarnos a pensar, a pensar en lo que ellos han pensado y han querido compartir con nosotros. Al recorrer sus renglones y frases, nos llevan con ellos; los conocemos en bruto; encontramos su íntimo esencial. Por eso, los amamos, los sentimos nuestros amigos cercanos; nos volvemos sus cómplices, sus acompañantes en la travesía literaria que nos han invitado a navegar. Atestiguamos sus congojas y alegrías; sus demandas y visiones. Somos parte de ese momento que los extasía, cuando por fin logran desentrañarse y volverse los contadores de la historia; los músicos de letras; los campesinos que han sembrado tierra adentro su semilla que germina, crece y da flor y revienta en fruto.
 
De pronto, en el transcurso, nos damos cuenta que sin habernos visto, sin saber nada de nosotros, nos han descrito. Ahí, en esas páginas colmadas, estamos nosotros. Nos hemos encontrado en su inagotable creación. Está nuestra raíz y hasta los secretos bajo llave del alma. Nos desnudan; nos evidencian.
 
Qué videncia infinita la de estos seres, más humanos que la humanidad. Y nadie los entiende, sólo sus pares de misión. Nadie comprende la necesidad de la reclusión y del silencio exterior, porque oyen por dentro miles de voces, alaridos y mensajes; nadie entiende de la búsqueda y la inspiración, intensa y relajada; ni de la huida; menos de la mirada perdida en el horizonte, ni tan extraviada, sino concentrada en lo invisible que está ideando paisajes, personas, conversaciones, sucesos, entornos; no saben del diálogo ensimismado; menos de los pensamientos en voz alta sin interlocutor. Es mera locura lúcida.
 

Portan y soportan un remolino de ideas, palabras, frases, eventos, situaciones, lugares, notas, dudas, confusiones, reflexiones. Su cerebro sería una enorme jaula de pájaros frenéticos, revoloteando desesperados, atropellándose, golpeándose, desplumándose unos a otros por encontrar la ruta y salir y volar libres.
 
Y nunca paran, nunca descansan. Sus mentes son un lugar atiborrado de luces tintineantes todo el tiempo, toda su vida.
 
Hay horas para leer y hay horas para escribir. No son las del reloj. Son otras horas, en otros tiempos, en distintas dimensiones. Hay sitios y hay alturas y profundidades; hay otros lugares; hay otros mundos en este mundo; hay estímulos y hay fuentes; hay ensueños y hay personas de iluminación.
 

Qué dicha leer lo nacido por estos seres y qué reto conquistado, escribir y escribir así, para otros, por otros, desde otros, con otros, desde el núcleo y al etéreo y a lo real y para siempre.
 
Gabo, te fuiste en la nube viajera, pero nos legaste el origen de tus entrañas. Habrá que releerte para no extrañarte tanto, para reencontrarte. Habrá que decirles a los que huyen de los libros, que te conozcan un poco. Quizá así tomen gusto por leer. A ti, un privilegio, un hondo suspiro de satisfacción.
 
Habrá que saciarse de letras, de todas las posibles, para redactar mejor y un día, quizá, para escribir.
 

Y dime ¿Cómo aprender a vivir en los tiempos del amor sin ti?
 
Tal vez, como sugeriste, viviendo disfrutándola, para contarla como la recordamos.
 
La vida. Ésa que se te fue, escribiendo para ser amado. Fue tu vida un perpetuo romance con nosotros, los que hemos pensado y fantaseado contigo, de la mano de tu fértil mente.
 

Nos sorprendió la muerte que te llevó; pero lo hizo, como todo lo que es inexorable, por una razón, por una causa. Para que te leyéramos más; para aprender a entender mejor a los demás y, para que te amáramos más.
 
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