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Columnas y artículos de opinión
Hemisferios
Es y a fondo, la reforma del poder
Rebeca Ramos Rella
5 de noviembre de 2014
alcalorpolitico.com
La conclusión, por evidente, del análisis serio y objetivo en editoriales, opiniones y reflexiones de los observadores y desmenuzadores de la agenda nacional, es que lo ocurrido en Guerrero hace más de un mes, ha lastimado severamente al país; ha dañado la imagen de México en el orbe; ha menguado la admiración internacional sobre las reformas constitucionales logradas y ha moreteado el liderazgo del Presidente.
 
Los sucesos deleznables en Ayotzinapa y en Iguala han expuesto a la luz, la podredumbre, los vicios, los recovecos de la entraña cancerosa de nuestro sistema político, invadido de crimen, impunidad y corrupción. De los muertos, los heridos, los desaparecidos y los culpables materiales y autores intelectuales de esa noche trágica; del dolor y de la esperanza; de la indignación y la condena social, de la gravedad de lo ocurrido estamos ya desfogados en el cuestionamiento general de la funcionalidad y efectividad del Estado y de la credibilidad ciudadana, ya de por sí escasa, apática, harta de las instituciones y de quienes las sacan de la abstracción y las hacen entes vivos, supuestamente al servicio de la sociedad.
 
Los mexicanos estamos hastiados de las y los corruptos empoderados; de sus complicidades, de la impunidad que les dispensan sus mentores, partidos y líderes; de su condición de intocables, que los transforma en monstruos engreídos y transgresores de la ley, que juran respetar y honrar, pero que pisotean en aras de sus intereses, ambiciones y facciones. Son sus mentiras, simulaciones y cinismo; sus excesos groseros en lujos, dispendios, prepotencia que hieren la pobreza y la imposibilidad; el esfuerzo cotidiano que millones tenemos que inyectar a la labor, para sobrevivir con rasa dignidad; ya no digamos de quienes apenas comen.
 

La soberbia, la codicia, los lujos, el robo brutal y descarado; el despotismo de quienes ostentan el poder, que paradójicamente, los ciudadanos les entregamos mediante el voto y la confianza social que ello supone, es la “normalidad política”; lo cotidiano, el pan de todos los días, que ya no nos sorprende; nos ofende, nos enoja: lo señalamos y lo criticamos, pero en mayorías, ya rendidas por la inercia, toleramos, asumimos la realidad, que no podemos cambiar, porque así son las cosas en este país. Así es la clase política, gobernantes, legisladores, líderes, partidos.
 
La política en México es sucia, tienes varios rostros; cola larga; lengua aguda; raíces podridas. Eso piensan los ciudadanos; sobre todo, los jóvenes. Todos son iguales, la máxima que dobla el ánimo de un cambio desde el fondo.
 
Y no es novedad que el poder político se embadurne del fango maloliente del crimen organizado. Todo es poder. Y la historia del mundo ha registrado esas parentelas, maridajes espeluznantes y padrinazgos abyectos, pero muy útiles, entre los que resguardan y velan por la ley y la justicia; por el bienestar del pueblo y entre los que se dedican a romperlas, burlarlas y usarlas a su conveniencia. El dinero y el poder político; el negocio ilegal; el control de territorios, huestes y vidas; el dominio sobre la muerte, a quiénes les toca y cómo y, a quiénes no.
 

Ya en el sexenio azul pasado, la crítica iracunda era haber destapado la atarjea sin estrategia eficaz de por medio. Y salieron los demonios, las brujas, los parásitos vestidos de oro y de sangre, que también nuestra historia registra, se habían alimentado del poder político maridado con el crimen organizado, entonces, hace más de 50 años atrás. ¿Y quiénes permitieron, sabían, callaron, concedieron, omitieron, convivieron, departieron?
 
Hace algunas semanas que el Presidente Peña ha de recordar aquella “entrevista” colectiva en Palacio Nacional, donde algunos periodistas le preguntaron y lo alabaron, sobre las reformas parteaguas, históricas, que reconfigurarían al nuevo México. Particularmente debe acordarse del cuestionamiento sobre la corrupción y el compromiso de campaña aún no cumplido sobre la creación de un Instituto Nacional contra la Corrupción, que por alguna razón desconocida, quedó en el tintero de los grandes cambios legales logrados.
 
El Presidente Peña respondió elusivamente. Palabras más, dijo que la corrupción es una cuestión cultural y que con mejor educación, podía combatirse. A nadie satisfizo la respuesta; en esa ocasión no lo vimos indignado, ojeroso, ceño fruncido y molesto hasta la rabia, como cuando empezó a incluir, tomando el toro por los cuernos, en sus discursos diarios, el escabroso y lastimoso tema de la desaparición forzada de los normalistas guerrerenses y de toda la corrupción y sordidez que esta marca dolorosa en los “capítulos de éxito” que estamos escribiendo los mexicanos, ha impreso con sangre, llanto y reclamo vociferante, en la historia actual, la de las grandes transformaciones.
 

En la reflexión balanceada, los cambios estructurales soslayaron el fundamental, el de la nueva y urgente forma de ejercer el poder y servir al país; el de la reivindicación de la política como oficio humano para unir, modernizar, modificar y crecer, bajo el amparo y el respeto al Estado de Derecho, para fortalecerlo y garantizarlo más efectivo; tarea que pasa necesariamente por el robustecimiento de las instituciones que forjan el Estado Mexicano; sí el mismo Estado al que absurdamente culpan los anarquistas, la guerrilla urbana, los grupos de choque al mando de psicópatas megalómanos, políticos o criminales o las dos cosas; esos encapuchados avivadores del resentimiento y del ardor social, ante la desgracia de los normalistas, que infiltrados, curiosamente bien adoctrinados en concepciones extremistas y radicales; bien equipados y suministrados en recursos materiales y financieros para desplazarse, para subsistir en “su causa”, están manipulando, políticamente y, con mira electorera revanchista, a las marchas, protestas, movilizaciones sociales, que fluyen diario en varios estados de la República y que, en la prospectiva, pretenden sembrar más odio, enardecer el desánimo, desestabilizar social y políticamente al país y moverle el tapete a los órdenes de gobierno, con el propósito de enrarecer el ambiente previo a la elección intermedia que ya viene. Los comicios que serán el refrendo al gobierno de Peña Nieto.
 
Y sigue siendo el poder el centro de la disputa, porque a estos traidores a la sociedad y a la Nación, poco les importan los ciudadanos honestos que diario labran su supervivencia honradamente, padeciendo bajísimos salarios, precios en alza, la inseguridad; la corrupción de calle; los pésimos servicios públicos y en el peor de los casos, el desempleo, la precariedad, la miseria, el hambre y la desesperanza.
 
Saben que en las desigualdades sociales y económicas que millones en el país estamos sufriendo, hay tierra fecunda para germinar más violencia, más rencor, más negación, más intolerancia, más polarización.
 

Ayotzinapa es una llave que abrió una caverna honda que baja a los subterráneos purulentos del sistema político caduco, que persiste, que daña, que nos atasca como país. Esta triste ocasión, nos ha sacudido para que recordemos, que mucho hemos logrado y vencido, pero que en lo esencial, en la base, hay gusanos, hay mucha podredumbre que debemos limpiar, que debemos destruir ya.
 
Si esta es la mega crisis del sexenio, como la llaman algunos politólogos y opinólogos, creo que se quedan cortos. Este acontecimiento es el genuino parteaguas en la historia moderna de México.  No podemos avanzar ni crecer, ni ser exitosos, ni líderes, ni actores con responsabilidad global, ni podremos ganar los laureles como Nación que se transforma, envidiable y referente de nada, si lo normal para todos es consentir la corrupción, la impunidad, la muerte, la violencia, la injusticia, la inhumanidad, el cinismo y el abuso del poder político y del criminal que ya vemos, se mimetizan, se enjuagan unos a otros.
 
En Michoacán, Guerrero, Morelos, Jalisco, Tamaulipas; en el Estado de México…; en el PRD, en el PAN, en el PRI, en Morena; en los partidos, en los congresos locales y en el Federal; en los municipios más recónditos o en los más desarrollados; por todos lados la narcopolítica, la criminalización de la política ¿Es nuestra realidad?
 

Si un presidente municipal y su esposa son los criminales; si el exgobernador de Guerrero gozaba de favores financieros de la pareja diabólica; si el partido postulante de estos viles servidores públicos, los apoyó para encumbrarlos con todo y su historial criminal, cínico, codicioso, violento y arbitrario hasta el extremo de la ignominia; si fueron los policías los secuestradores y los asesinos, pagados y al servicio del crimen organizado; si se habla de sobornos, complicidades, falsos discursos, empleados de uno y de otro bando dentro del gobierno municipal y estatal en Guerrero, entonces ¿Dónde está el Estado de Derecho que proteja a los ciudadanos y garantice respeto, aplicación y la frontera de la ley que limita el poder político en este país?
 
La pena por los perdidos que no aparecen; lo lastimoso e increíble por grotesco y desgarrador de las crónicas enredadas de la detención y del paradero de los 43 estudiantes normalistas y todo el desagüe que ha fluido putrefacto este hecho lamentable, ha desentrañado lo que quizá se pretendió desdeñar; lo que no era prioridad en la agenda transformadora; lo que en un sexenio no se resuelve ni cambia por decreto, porque habría que lavar el cerebro a las últimas 3 generaciones de políticos y gobernantes de este país y de la sociedad mexicana, que, hay que decirlo, también tenemos responsabilidad.
 
Entonces ¿Nos merecemos los gobiernos, las autoridades, los legisladores que tenemos?
¿No existe la conciencia a la hora del voto? ¿Nos obligan a elegir a narcopolíticos? ¿No somos corruptos todos, al pagar mordidas; al distribuir nuestra basura en las rejas de los vecinos; al comprar en reventa; al instalar diablitos de luz y robar el cable de la casa de al lado; al hacer propias las ideas de otros para pararnos el cuello con sombrero ajeno; al desprestigiar sórdidamente al contrincante; al “grillar” al compañero o compañera de trabajo, incómodos?

 
Todo eso es corrupción y es un círculo vicioso. Si los poderosos se roban el dinero del pueblo, ¿Para qué pagar impuestos? Si los servicios públicos son pésimos y los de salud y educación, más que malos ¿Para qué sirve el Presupuesto de egresos que cada año se discute y se aprueba en el Congreso federal?
 
Ahí están los fraudes en Pemex, en Oceanografía. Y los gobernantes recurren a decisiones populistas para recuperar algo de credibilidad perdida en el servicio y en el oficio, cercenando el raquítico salario a las estructuras de gobierno, pero empezando por las de hasta abajo, por las que ganan apenas para medio pasarla decorosamente. Para que se sienta la muestra de la racionalidad austera, que pronto se diluye frente a la vida posible y onerosa de los de arriba. Todo el pueblo lo ve, lo sabe, lo apunta. Pero alégrense de tener trabajo por lo menos.
 
¿Qué incuba a la corrupción y a la impunidad?

 
Las desigualdades, sociales y económicas; la discriminación y el resentimiento social alimentado por estas brechas oscuras que a millones los sentencian a la invisibilidad, al abuso, a la vida azarosa que revive en la quincena y que se desgaja días después; a la no vida de no tener más que tortillas y frijoles para superar el día.
 
Y los tentáculos filosos y llenos de pus del sistema político que en el cimiento, sigue ensanchando estas brechas, salieron de su cueva en Ayotzinapa.
 
Los desaparecidos tienen que aparecer; el exgobernador debe ir a la cárcel por encubridor y cómplice; los altos funcionarios de ese gobierno estatal y los de seguridad nacional, que sabían de los vínculos del exalcalde y de su pareja criminal y no hicieron su trabajo eficazmente, deben ser castigados. El PRD y los padrinos y madrinas, los políticos que impulsaron a los Abarca, deben ser evidenciados y sancionados.

 
Si Peña va en serio, en éste, el verdadero golpe de timón de su sexenio, que no fueron las 11 reformas, sino la confrontación de este episodio trascendental en la vida nacional, que ha sido ver cara a cara a la corrupción política coludida con el crimen organizado y a la impunidad de ese pacto infausto, debe darlo. Es el manotazo que se necesita Presidente. Los mexicanos queremos justicia y la prevalencia inobjetable del Estado de Derecho.
 
Y queremos algo más. La Reforma del Poder.
 
Por décadas los partidos y los gobernantes se han sustraído a enfrentar el magno desafío de transformar desde la entraña, al sistema político mexicano. No les ha convenido. Se han quedado medianos en Reformas políticas y electorales, pero el rediseño de la forma de gobernar, de pactar, de legislar y de convivir como sociedad políticamente organizada en instituciones, a esto no le han entrado. No han querido derruir a la corrupción; ni han querido desterrar a la impunidad.

 
Ante la bola de fuego que veloz gira destructiva, ladera abajo, esa mole hirviendo en llamas, que es Ayotzinapa, Iguala, Guerrero, antes Michoacán…antes otros estados y regiones y aún varios en el país, el Presidente Peña ha hecho suyo el alarido del ¡Ya basta! Más cuando, los oportunistas ciertamente ignorantes, ciertamente manipulados títeres han estampado pintas en calles y paredes, en mentes y redes sociales, esa leyenda: “Fue el Estado” –el culpable de los desaparecidos, muertes, heridos y excesos criminales y violaciones de derechos humanos-.
 
Estos alborotadores, no atinarían a describir correctamente la definición de “Estado”, si se les cuestionara, pero en el Estado, entran gobierno, territorio y población, según los juristas y si citamos a Hegel, el Estado es la conciencia de un pueblo. De manera que la culpa sería, es de todos nosotros.
 
El Presidente Peña ha convocado a la representación del Estado Mexicano, a gobernadores legisladores, partidos, líderes sociales a firmar un Acuerdo por la Seguridad y el Estado de Derecho, como la suma que une contra la corrupción y la impunidad. Es un llamado que se reconoce y que corresponsabiliza a todos, en el cerco que ha de evitar futuros Ayotzinapas. Pero la seguridad y el Estado de Derecho no se pactan, se ejercen, se garantizan, se cumplen, como lo establece la Constitución. Y una firma, la foto y la voluntad no aseguran que la corrupción y la impunidad se borrarán de tajo.

 
En efecto, este Acuerdo es un compromiso a la vista de la sociedad, que estos actores políticos asumirán. Pero el mal es más grave que la medicina. Aquí se requiere una cirugía mayor; una extracción de tumores malignos, no tratamientos.
 
Pactar contra la manera corrupta e impune en que la clase gobernante se ha manejado por décadas y que a su vez reproduce corrupción y abusos en la conducta social cotidiana y dominio de criminales para prosperar en sus negocios y poder, es un estadio más arriba que otro Acuerdo por la seguridad, como el del sexenio pasado.
 
El Estado de Derecho, es decir, el sistema de leyes e instituciones que se rige por la Constitución y bajo el cual, se someten jurídicamente autoridades y servidores públicos que han de respetar y garantizar el ejercicio pleno de los derechos fundamentales de los ciudadanos, es una condición per sé del Estado y de la Carta Magna que lo tutela, de manera que para salvaguardar la prevalencia del Estado de Derecho, un Acuerdo colectivo no es suficiente, basta con hacer respetar, cumplir a la letra la Constitución y sancionar, con todo el peso de la ley, su violación, la omisión, la comisión, el delito que atente contra su fortaleza e imperio.

 
El Acuerdo Nacional que se requiere es más ambicioso. Todos queremos paz, convivencia armoniosa, respeto, dignidad, Estado de Derecho efectivo. En eso nadie puede contrastar.
 
Lo que México necesita para sanearse desde las vísceras es una Reforma del Estado, que incluya lo que invoca Peña y que selle por siempre, en las fosas macabras, no a más muertos por manos criminales y narcopolíticas, sino a la fuente que engendra la corrupción y a la impunidad, que tanto laceran nuestra vida y nuestro destino.
 
¿Será esta la hora?

 
¿Se atreverán, los políticos, a cambiar?
 
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