Cuánto conmueve y motiva encontrarse, en estos tiempos difíciles, a hermanos que se mantienen apacibles. No pierden la compostura y en circunstancias tan adversas tienen la capacidad de confiar y abandonarse en los designios de Dios. No maldicen, ni se quejan ni se lamentan que su vida tenga que ser difícil.
¡Cuánto edifican y sostienen este tipo de personas! Aunque es necesario reconocer que muy pocos reaccionan así. Esas almas que se han labrado en la oración saben que su vida está en las manos de Dios, aun cuando tengan que enfrentar pruebas realmente difíciles.
Son casos extraordinarios porque lo que alcanzamos a ver de manera más frecuente es que formamos parte de un pueblo que murmura. No nos sale del corazón el agradecimiento, la alabanza y la bendición al Señor. Más bien en los momentos de angustia y confrontación nos puede brotar la murmuración.
Murmurar significa pretender que merecemos cada vez más y que Dios está obligado a servirnos y protegernos. Murmurar es exigir cada vez más a Dios, desconfiar de sus designios, ofendernos con Él por lo que tenemos que vivir, indignarnos por lo que nos pueda estar pasando y ponernos nosotros en el centro. Significa pretender que hay otros dioses más fuertes que el Dios de Jesucristo.
Es una bendición encontrarse con personas que a pesar de las dificultades y las persecuciones no pierden el ánimo ni la esperanza y en circunstancias difíciles se abandonan en la providencia de Dios. Fuera de estos casos edificantes regularmente nos encontramos con un pueblo que no reconoce la sabiduría de Dios y tendemos a murmurar, a protestar, a desconfiar de Dios.
Resulta una experiencia realmente desgarradora cuando alguien llega a murmurar de tal manera que piensa que su vida era mejor antes de conocer a Dios, que su vida era mejor antes de estar en la Iglesia. Hay personas que relacionan a Dios con el bienestar material, con la prosperidad económica, con una vida inmune de sufrimientos y por eso cuando no reciben lo que exigen comienzan a murmurar de Dios.
Murmurar de Dios es olvidarse de todos sus favores, de la historia de salvación que lleva conmigo, de cómo se ha metido en nuestra vida y nos ha permitido experimentarlo glorioso y bondadoso en distintos momentos. No se trata, por eso, simplemente de compartir experiencias en el plano de la fe sino de llegar a dar testimonio.
No basta compartir experiencias de lo que Dios ha hecho con nosotros, sino de llegar a dar testimonio, porque el que da testimonio recuerda hechos salvíficos del pasado como si apenas hubieran sucedido ayer. El que da testimonio conserva la emoción, el gozo y la gratitud por todo lo que el Señor ha hecho en nuestra vida.
Precisamente por eso el que da testimonio vive con la confianza y la seguridad que ese Dios que se mostró en el pasado volverá a aparecer en las situaciones presentes. Vive con la esperanza de que Dios se vuelva a manifestar, por eso no murmura, ni se pone en plan exigente con Dios sino que se abandona a sus designios y a sus planes de salvación.