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Sección: Estado de Veracruz

Libertas

Fundamentalismo, intolerancia hacia lo otro y los otros

José Manuel Velasco Toro 21/03/2019

alcalorpolitico.com

Cuando se asume la letra de la doctrina y las normas sin atender al espíritu de éstas y al proceso cambiante de la historia, se cae en la interpretación de carácter absoluto de la doctrina profesada tendiéndose hacia la intolerancia, el desprecio y la agresividad contra quien no comparte la misma visión del mundo y de la vida. Ese es el fundamentalismo, una actitud de intolerancia que termina teñida por la agresividad y el conflicto contra el otro y los otros. Generalmente relacionamos el fundamentalismo con el ámbito de lo religioso. Sin embargo, la actitud y conducta fundamentalista también se manifiesta en el terreno de lo económico, en expresiones de orden social, lo encontramos en los espacios académicos, en la manifestación artística y, sobre todo, en la actividad política. Esto ocurre cuando una doctrina es interpretada sin atender a su espíritu cambiante, lo que conduce a la inclinación de incurrir en posiciones y concepciones dogmáticas que otorgan un carácter dominante a una idea, creencia, ideología o a un personal punto de vista, anclado en el poder, que se deriva de elevar a incontrovertible lo que se considera como verdad, su verdad esencial. Cuando esto ocurre, se abre el camino hacia la intolerancia que bloquea cualquier información o argumento que contradiga lo creído. Y con la intolerancia se engendra el desprecio hacia lo otro, lo que propicia incomunicabilidad derivada del monólogo del “yo creo”, patrón de agresividad en reacción hacia aquello o aquel que no concuerda con “mi verdad esencial”. Y así, en cadena secuencial, los opuestos terminan descalificándose mutuamente sin comprender nada uno del otro.

Por eso es que actitudes fundamentalistas también las encontramos en la conducta social instituida por la competencia materialista del mercado y en las relaciones cotidianas de las personas cuando se cree que nuestro pensar y nuestro sentir debe ser el pensar y el sentir de los demás, en la imposición moralista que conlleva agresión bajo la sentencia de “es por tú bien”, en la intolerancia académica que rechaza pensamientos y teorías que tratan de explicar la realidad desde perspectivas diferentes o en la actitud política que considera que su actuar y su verdad es la única forma de actuar y de creer.

Actitudes que, en ocasiones, si no es que frecuentemente, tratan de ocultarse bajo el desgastado concepto de “debatir”, cuando de y batir, raíces que integran el vocablo, conllevan el significado de altercar, contender, discutir, combatir. Sentimientos que se alejan de la tolerancia, el respeto, la comunicación, el entendimiento y la convivialidad que son base de la verdadera democracia. Para ser fundamentalista no se necesita ser cristiano, judío o musulmán. Basta con poseer la semilla de la intolerancia para que esta germine y crezca en el campo fértil de la negación, la descalificación, la acción violenta y el exterminio del uno por el otro. Algo que sucede no sólo en los campos de batalla, sino en la cotidianeidad de las redes sociales y en las relaciones políticas cuando las personas creen que su pensar y su sentir debe ser el pensar y el sentir de los demás. No reconocer y respetar la diferencia, es no aceptar la posibilidad de la libertad y rechazar la esencia del amor como fundamento de lo social. Fenómeno, parafraseando a Paul Valéry, que refleja el descarrilamiento de la mente humana que hace que pierda la capacidad intelectual para observar y reflexionar sobre nuestras propias acciones y valores, pero, sobre todo, para comprender, dialogar y aprender del otro en la acción de convivir.



En lo político, el fundamentalismo lo actúan las masas, esas masas, diría José Ortega y Gasset, que no piensan, no ejercen el lenguaje de la razón y no desean la molestia de comparar los valores espirituales y el sentido de la vida. Masas que marchan movidas por lo trivial, lo superfluo que se comparte, por la creencia mesiánica de que algo o alguien les guiará, terminan siendo campo fértil para la demagogia populista, sea de la corriente ideológica que sea. Masas que también padecen los efectos del fundamentalismo económico que se expresa en la consigna individualista de competir, competir y competir sin freno ético. Y este cuento nos lo hemos tragado olvidando que los grandes saltos en la vida y en la historia de la humanidad, se han dado en la colaboración, más que en la competencia; en la participación, más que en la exclusión; en la responsabilidad, más que en la insensatez; en la interdependencia, más que en la dependencia. La ideología del capitalismo global, esto es el neoliberalismo, ha calado hondo hasta los huesos, a pesar de vivir una realidad subrayada por la pobreza de millones de habitantes del planeta Tierra, la marginalidad social de capas enteras de población que creen participar cuando ejercen su decisión de compra sin percatarse que son los nuevos esclavos del sistema financiero, la exclusión laboral de enormes conglomerados humanos por no poseer el conocimiento que ahora es la fuerza productiva fundamental y el deterioro constante de la democracia participativa y reflexiva amenazada por el poderoso “señor don dinero”. Bajo la lógica del pensamiento fundamentalista neoliberal, no importa que los ricos se hagan más ricos y construyan su relación norte-norte y que los pobres sean más pobres en la esfera de su mundo sur-sur; lo que importa es que sigamos creyendo que la dinámica del mercado global nos va a sacar de la miseria para integrarnos al paraíso del desarrollo. Tautología fundamentalista que no antepone el amor por la libertad, sino el miedo a la libertad nos diría Erich Fromm.