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Muerte voluntaria

Magno Garcimarrero Xalapa, Ver. 04/05/2014

alcalorpolitico.com

Mi padre murió de hambre y sed el cuatro de mayo de 1992 a la edad de 80 años; pero en el último de su vida había sufrido dolores intensísimos causados por una metástasis cancerosa que le había invadido el cuerpo. Antes de eso parecía sano y fuerte como un roble; conservaba su dentadura completa, nadie de sus hijos recuerda que hubiere hecho alguna visita al médico. Muchos de sus amigos de juventud, en encuentros casuales le expresaban admiración por su porte erguido y seguro, le decían la consabida frase “No pasan los años por ti”, él agradecía el cumplido y se ponía más orondo todavía.

A principios de 1991 comenzó a quejarse de dolores en los huesos y fue al médico, sólo para que le informara, después de los análisis habituales, que su enfermedad ya no tenía remedio. Le costó mucho trabajo entender que estaba en fase terminal, pero cuando logró asimilarlo decidió acelerar el proceso y evitarse una agonía dolorosa y prolongada.

Mi madre que era su eterna admiradora y enamorada, lo conocía a la perfección y, una tarde al término de la visita que les hice, me dio el revolver Smith & Wesson calibre 38 de mi padre al tiempo que me decía: “Llévatela, porque tu padre es capaz de pegarse un tiro”. Me llevé el arma a mi casa y la guardé. No pasaron dos días cuando él ya le había sonsacado a mi madre el destino de la pistola y, en una siguiente visita me pidió que se la devolviera a él en su mano. Le dije que sí, pero no me atreví a hacerlo. Unos días después me declaró sin rodeos sus deseo de no sufrir más y me pidió que buscara al Dr. Velasco, pariente nuestro, para que “le administrara alguna sustancia que lo quitara de padecer”. Fui a buscar a nuestro primo médico a su consultorio en Banderilla y le hice la petición; por supuesto que se negó después de muchos argumentos y disculpas. Nos abrazamos y lloramos ante la frustración de no poder ayudar a bien morir a un ser tan querido, que se deshacía ante nuestra impotencia.



La penuria y el deterioro físico del enfermo era cada día más visible, su postración lo obligaba a depender cada vez más de la única persona que lo asistía de día y de noche, su mujer, mi madre, quien también acusaba los estragos del cansancio pero aguantaba estoicamente.

A finales de abril del 92 mi padre tomó una decisión y nos la anunció: “Si no me van a ayudar a bien morir, desde este momento no como y no tomo agua”. Y así lo hizo. El 4 de mayo de 1992 murió de hambre y sed.

Cinco años antes, en 1987, Bernardo Bellizzia, alumno mío de la facultad de Derecho, enfermó repentinamente de cáncer de estómago. Duró un año (entre hospitales) a partir del cólico que le anunció la terrible enfermedad. También él un día me pidió una pistola y también a él ofrecí dársela y nunca lo hice. Guardo en mi conciencia la pena de no haber podido ayudarlo a adelantar una fatalidad tan doliente y, en su caso, tristemente prematura.



En octubre de 1992, alcancé el cargo de diputado de la LVI Legislatura local y, propuse a la cámara un proyecto de ley para incluir dentro de las garantías individuales el derecho a la intimidad, su respeto absoluto, su inviolabilidad y dentro de esto, el derecho de decidir nuestra propia muerte. Mis compañeros diputados lo tomaron como una locura más de Garcimarrero. En el Senado, ni siquiera se molestaron en pasarlo a comisiones. Seguramente no empujé con la fuerza que debí hacerlo.

En el invierno de 2011 mi suegra Isabel, cargando noventa y cuatro años, sentada frente a mí en la sala de mi casa me dijo, quizá buscando ayuda: “Te confieso Magnito, que tengo mucho miedo de morir”. Y yo, impotente ante su realidad sólo alcancé a decirle: “Suegra, lo que a mí me ha quitado el temor a la muerte, que no es otra cosa que la incertidumbre de cuándo llegará, es pensar que yo puedo decidirla y llevarla a cabo, y no estar esperando que Dios lo decida sin mi opinión. A lo mejor eso le sirve a usted”. No le sirvió de ningún consuelo. -“Tú porque eres ateo, pero yo no puedo aceptar eso”, -me contestó. Dos años más sufrió su deterioro decrepitante con resignación de mártir, mientras en secreto sus hijas le rezaban a Dios para que le pusiera fin al sufrimiento.

Ahora a 27 años de la muerte de mi alumno Bellizzia, a 22 años de la penosa muerte famélica de mi padre, y a 2 del deceso de mi querida suegra, comienzo a enfrentarme a la misma posibilidad y me nace la urgencia de saldar esa asignatura pendiente. Porque México no tiene abierta la vía legal ni humana, ni generosa para ayudar a bien morir a nadie. Los mexicanos estamos tristemente atenidos a la falta de miras inteligentes y filantrópicas de todos los poderes que nos dominan. El sistema nos tiene orillados al suicidio, si es que queremos morir a voluntad; al suicidio con todas sus implicaciones sangrientas, dolorosas, indignas. Para bien morir en México, como en otros muchos países, no puede esperarse ayuda de nadie, la misma religión católica que profesan la mayoría de los connacionales, ofrece cuando más un acto litúrgico y supersticioso con el nombre de viático (para irse de viaje con gastos pagados) y la extremaunción que, como su nombre lo indica, significa última untada… Aceptando que el término se haya tomado del latín ungir, que si se tomó de uncir, devendría en un cruel y ventajoso reclamo de subyugación final. ¡Parece broma!



Sería muy pertinente que se añadiera a la Constitución la garantía individual para todos, de decidir cuándo, dónde y cómo morir, sin sufrimiento para el decadente ni su familia. No es complicado. Bastaría con adicionar un párrafo al artículo 4° constitucional que dijera: -Toda persona tiene derecho a decidir su propia muerte. El Estado otorgará facilidades para que los ciudadanos alcancen su propósito de manera digna, segura, indolora y profiláctica, con la ayuda de facultativos con experiencia.

No importa que nadie se atenga a esa nueva garantía; tal vez los mismos que la aceptemos a la mera hora prefiramos dejar pasar un día más, a ver qué pasa, pero lo importante es, que los mexicanos… y la humanidad entera, debiera contar con ese derecho de decisión que, a lo mejor será la única verdaderamente trascendental que tomemos en toda una vida.