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Sección: Estado de Veracruz

Sursum Corda

Murió cuando estuvo dispuesto para el cielo

Pbro. José Juan Sánchez Jácome 05/11/2018

alcalorpolitico.com

Un sacerdote celebró la santa misa de cuerpo presente de su padre. No se trata para nada de una labor sencilla dentro del ministerio sacerdotal porque siempre que se trata de un funeral tenemos que invocar al Espíritu Santo para fortalecer a los dolientes y ayudarlos a sentir la presencia de Dios en medio del sufrimiento, la frustración y la soledad que deja la muerte de un ser querido.

Y cuando el sacerdote celebra el funeral de un familiar, de un ser entrañable, de una persona cercana también como todos los demás se siente seriamente afectado y rebasado, humanamente hablando. Un acontecimiento como éste requiere de toda nuestra fe y de la confianza en el poder de la gracia que nos ayuda a sobreponernos para fortalecer a los demás y despedir dignamente a nuestros seres queridos en su viaje a la vida eterna.

Así se sentía este sacerdote, asistido por la gracia de Dios, fuerte en el espíritu, con una claridad teológica que en un momento delicado como ese solo la otorga la gracia de Dios. Sólo así fue capaz de reflexionar en estos términos:



“La Escritura nos dice que setenta es la suma de los años de un hombre, y ochenta la suma de los más robustos. Ahora bien, nuestro padre vivió noventa. ¿Por qué esos diez años de más? Bueno, de hecho, eso no es un misterio. ¡Dios le concedió esos diez años adicionales para madurarlo! ¡Era demasiado fuerte e inquieto para morir a los ochenta! Pero durante los últimos diez años de su vida sufrió una serie de masivos empeoramientos. Murió su esposa; nunca superó eso. Tuvo un ataque repentino; nunca lo superó. Tuvo que ser llevado a un centro de vida asistida; nunca lo superó. Todos estos condicionamientos hicieron su trabajo. Para cuando murió, pudo tomar tu mano, Señor, y decir: ‘Ayúdame’. No pudo decir eso desde el momento en que pudo atar los cordones de sus propios zapatos hasta esos últimos años. Estuvo por fin dispuesto para el cielo. Ahora bien, cuando se encontró con san Pedro a las puertas del cielo, pudo decir: ‘¡Ayúdame!’, más bien que decir a san Pedro cómo podría organizar las cosas mejor”.

Sí, la fe hizo posible que tuviera la claridad para expresar esta visión cristiana sobre la muerte. No es mala la precariedad, la imposibilidad de gestionarnos nuestros propios servicios en la vejez, la chochez que nos hace depender de los demás. Somos nosotros los que nos escandalizamos de ella por la autosuficiencia y el bienestar en el que vivimos o en el que queremos morir.

Desde nuestro concepto y obsesión por la autosuficiencia soñamos con una muerte que no sea dolorosa, que no nos orille a sentirnos inservibles, que no tenga que llevarnos a ser asistidos hasta en las cosas más íntimas y ordinarias de la vida.



Tenemos que aprender a decir: “¡Ayúdame!” A reconocer que no lo podemos todo, que la vida guarda su sabiduría cuando sabemos reconocer nuestros límites y nos abrimos a los demás. Por eso, para un cristiano la enfermedad y la muerte son un misterio que requiere de un gran respeto y contemplación, para que nuestro esquema de autosuficiencia y bienestar no nos lleve a escandalizarnos y a no reconocer la providencia de Dios.

Se trata de un misterio que requiere de una mayor apertura a la trascendencia y de la confianza en la providencia de Dios. Cuando Jesús pone a los niños como ejemplo para llegar al cielo no se está refiriendo simplemente a la inocencia, una inocencia que nosotros los adultos difícilmente podemos alcanzar. Hace más bien referencia a la espontaneidad y naturalidad como ellos saben decir: “¡Ayúdame!”

Jesús hace referencia al hecho de que los niños no están sostenidos en la autosuficiencia, como nosotros, sino en el reconocimiento y aceptación de la necesidad que tienen de los demás. Los niños no tienen la menor pretensión de autosuficiencia y para pedir ayuda no piensan en el hecho de que puedan resultar inoportunos.



Es necesario asimilar esta enseñanza para dignificar los tiempos de enfermedad, nuestra vejez y nuestra muerte con la confianza de que no resultaremos inoportunos ante Dios y nuestros familiares cuando tengamos que decir: “¡Ayúdame!”