Se ha dejado sentir la bondad y la ternura de la Palabra de Dios que en estos días de cuaresma se pronuncia en términos completamente diferentes a lo que estamos acostumbrados a escuchar en el ambiente.
Los tiempos están profundamente marcados por la confrontación y la descalificación. A pesar de que hay un ambiente de sufrimiento generalizado y de que reina la incertidumbre, las pasiones se han desbordado y los ataques mediáticos y políticos están a la orden del día.
Cuando se esperaba una actitud de mayor sensibilidad, respeto y consideración por la situación crítica que estamos pasando, más bien se nota un ambiente de crispación que desconoce la tragedia y se obstina en la confrontación. Ha sido muy desalentador constatar que el mismo gobierno propicia la crispación y descalificación, desdeñando por completo el sufrimiento que pesa sobre la población.
No hay sensatez y cordura ni siquiera frente a la tragedia que se vive y por desgracia la clase política no asume su responsabilidad para apaciguar los ánimos y tender puentes de entendimiento en los que se logre un ambiente de respeto y comprensión que mitigue en parte el dolor que siente nuestro pueblo.
En un tiempo en el que se vive de manera generalizada en la confrontación y descalificación, cuánto se aprecia el tono amable y paternal de la Palabra de Dios que se propone tocar los corazones para lograr una verdadera reconciliación. En un ambiente de abierta confrontación, cuánto se necesita este llamado a la reconciliación.
Estos días de cuaresma nos acercamos a Dios con la intuición y la sensación de que, en efecto, tenemos tanto que cambiar. A diferencia de otros momentos de la vida en los que mostramos mayor orgullo y cerrazón, ahora caemos en la cuenta de que tenemos que cambiar, que hay cosas insostenibles en nuestra vida y que el pecado nos ha orillado a la confrontación y la corrupción.
No necesitamos grandes discursos y técnicas novedosas para tomar conciencia de nuestra maldad y nuestro pecado. El pecado salta a la vista cada vez que nos duele el alma, y también cuando se genera el desorden y la descomposición que reinan en nuestra sociedad.
De manera amable la Palabra nos hace un llamado, en nombre de Cristo Jesús, para que nos convirtamos de nuestro mal proceder y nos reconciliemos con Dios. Se invoca el bendito nombre de Jesús para que nos sensibilice en este proceso de toma de conciencia de nuestro pecado y para buscar la reconciliación.
Incluso se llega a notar la urgencia con la que la Palabra nos invita a la reconciliación. Es decir, no podemos provocar mayor dolor y amargura, ni podemos exponernos a nuestra propia destrucción. Este es el tiempo favorable para deponer nuestras malas inclinaciones y reconocer nuestro mal proceder.
Se trata de un llamado urgente para rescatar a tiempo a las personas, para detener el sufrimiento generalizado y para poner las bases de la sociedad y convivencia que tanto anhelamos. Sería inhumano y perverso radicalizar la confrontación simplemente por intereses políticos completamente ajenos y deplorables ante las verdaderas urgencias que hay en nuestra sociedad. Ha muerto tanta gente y hay mucho sufrimiento que sigue postergando la recuperación económica, moral y espiritual de tantas personas.
En este proceso de conversión será fundamental el regreso a Dios. No bastan los buenos sentimientos para afianzar este proceso de conversión. Muchas veces nos hemos sentido dispuestos a cambiar y hemos experimentado la buena fe para ser mejores. Sin embargo, sentimos el peso del ambiente y la fuerza de la tentación que hace venir a menos cada uno de esos buenos deseos.
Además de los buenos sentimientos y las buenas intenciones necesitamos una disciplina para poder lograrlo. La cuaresma se constituye para nosotros en ese tiempo de esfuerzo y disciplina para afianzar el cambio que tanto nos conviene.
Es coyuntural esta cuaresma para responder estructuralmente al ambiente de descomposición y sufrimiento generalizado que hay en nuestra sociedad. Que atendamos este llamado a la reconciliación para que aprendamos a acusarnos a nosotros mismos buscando la cercanía y la paz con Dios y con los demás.
Decía Fray Luis de Granada: “El hombre debiera tener un corazón de hijo para con Dios, un corazón de madre para con los demás, un corazón de juez para consigo mismo”.