Recuerdo a mi tía, allá en el rancho donde viví mi adolescencia, decirle a uno de mis primos: “Maicea a los cochis p’a que engorden”. Expresión coloquial que del campo emigró al ambiente de la política para referirse a la corrupción que compra voluntades y doblega a la moral, como expresó en su tiempo el general Álvaro Obregón, presidente de México entre 1920 y 1924, “Nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos”, cantidad elevada para esos primeros años de la posrevolución mexicana.
Esa práctica del soborno para orientar voluntades hacia el sentido buscado, no solo pervive, sino se ha convertido en un ícono de la corrupción en diversos ámbitos del ejercicio de la política, en negocios retorcidos, en el encubrimiento de acciones administrativas plagadas de podredumbre, en la búsqueda de favoritismos gananciosos, en la obtención de una calificación, en la continuidad de un puesto de dirección o mando, en el quebranto de la ley que favorece al delincuente o simplemente en silencio denigrante que oculta la maldad empoderada.
Los sobornos, sea de la naturaleza que sean, crean preferencias ficticias y patrones de conducta que destruyen el honor de la justicia y la moral de las personas vinculadas a las instituciones, organizaciones, consorcios o agrupaciones que, se suponen, se rigen por leyes, reglamentos y estatutos que son, o deberían de ser, garantes del orden y la rectitud, normas diseñadas para gestionar la igualdad, equidad, libertad y democracia hacia el interior y exterior del organismo que se trate.
Cuando todo esto se violenta mediante el soborno, la inducción del miedo, el engaño y la distorsión de la realidad, la representación del poder se traslada al ámbito del autoritarismo banal destructor del honor, la moral y la libertad. La persona se denigra erosionando el sentido de la dignidad, y cuando esto sucede, ocurre lo que Paulo Freire calificó como “consciencia oprimida”, situación en la que no vale la dimensión ética, pues las circunstancias políticas son condensadas en representaciones icónicas esgrimidas, señala Umberto Eco, como emblema simbólico de poder y falsa “verdad” o de “otros datos” para usar una voz coloquial de la política actual.
El tiempo en la Historia tiene sus momentos oportunos para develar la verdad y su juicio es implacable. De tal forma que todo lo que hoy se quiera tapar, mañana surgirá con fuerza cual borbotones de un manantial. “Maicear” a una persona o grupo de personas para que vean abultada su cuenta bancaria, se apropien de bienes o reciban prebendas sin méritos, solo para ocultar algo “haciéndose de la vista gorda” o comprometiéndose a justificar el actuar de tal o cual manera, aún en contra de lo establecido por la ley, es una praxis nefasta que desplaza la ética a favor de la corrupción, destruye el honor social y mina la libertad en la democracia dando paso al autoritarismo hegemónico, la distorsión de la verdad y la aparición del fantasma de la represión que se filtra por paredes y audífonos, pantallas y pasillos, canales administrativos y espionaje digital, supuestas infracciones e infamia social.
“Maicear” para corromper tiene múltiples caminos: chantaje, seducción, manipulación, engaño, imposición, amenaza y otras artimañas legaloides o no, que distorsionan la vida institucional, corroen las bases éticas de la sociedad, dividen opiniones negando consensos, debilitan la cualidad moral de las personas y ponen en peligro el ejercicio de la vida democrática. El peor escenario es el deterioro de la ética social que actúa en contra de la equidad y la igualdad, la libertad y la justicia, la democracia y el buen gobierno.