Para sus hijos Emilio y Atenea, donde ella esté también
El padre de Adela era un ferviente devoto de todo lo popular: colores, pistolas, sombreros, música, gritos, caballos, cohetes, mujeres, balazos, muertos, cigarros, comidas, tortillas, tequila y todo lo que oliera o luciera a pueblo, a México, al México bárbaro de Kenneth Turner, al ¡Viva México! de Einstein o al territorio del México bronco que se han adjudicado los políticos y convertido ahora en su arena.
Adela fue hija única, trigueña y más bien caucásica. Eso a su padre no le gustaba. Y no podía gustarle a alguien que en el principio de la construcción de la famosa fortaleza de Coyoacán declaraba que en su casa no iba a haber luz eléctrica porque era un invento de un gringo. De hecho, para hacerla parecer de rasgos indígenas le ponía la planta de la bota sobre la nunca y con las dos manos le estiraba el cabello hasta rasgarle los ojos. Luego le hacía trenzas, la vestía de china poblana y bailaba con ella “El palomo y la paloma”, aquella triste melodía de la película “Pueblerina” que acompaña en su soledad a la pareja de Columba Domínguez y Roberto Cañedo el día de su boda.
Hasta su muerte, acaecida el pasado domingo 18 de agosto a los 70 años a causa de una oclusión intestinal, Adela cargó como una lápida ser la hija del controvertido cineasta Emilio “El Indio” Fernández. No le dejó del todo desarrollar su gran talento literario. Sin embargo, escribió 11 libros (“Vago espinazo de la noche” y “Duermevelas
”, entre otros) y realizó algunos cortometrajes (“Claroscuro” y “Cotidiano surrealismo”), además de incursionar en la dramaturgia (“La tercera soledad”) y laborar en la producción de materiales editoriales (en la revista “México Indígena”, que dirigía Juan Rulfo) y filmográficos para el Instituto Nacional Indigenista (donde nos conocimos) y darse tiempo de investigar y escribir sobre la cocina mexicana (“Yo me considero guisandera de comida de munición, que es cuando tienes que dar de comer a muchas personas, como a los soldados en los cuarteles y se extienda a orfanatorios u hospitales. Por eso, casi todos mis guisos son con carne deshebrada, para que rindan”, dijo cuando presentó su libro “Las sabrosuras de la muerte”).
Actualmente trabajaba en la biografía y el guión de un documental de su padre
, cuyos restos fueron llevados el pasado 11 de agosto a La Fortaleza, la mítica casa de la calle Dulce Oliva del galante barrio capitalino de Coyoacán que “El Indio” habitó por muchos años, y que incluso tiene una cuenta de Facebook, misma que se pronunció respecto a la muerte de Adela: “Partió la mujer que sedujo a las letras, la mujer que miró cara a cara a Quetzalcóatl, la mujer del Hábito por la Rosa, la de las Sabrosuras de la Muerte, la de la Tercera Soledad. Mujer mística qué vivió intensamente los caminos de la vida. Descanse en paz la gran escritora, madre y amiga Adela Fernández y Fernández, orgullo de esta nación mexicana”.
“Mi vida es una balada”, me dijo un día la hija del gran cineasta mejor conocido como sólo como “El Indio” en los ambientes del cine y el escándalo, mientras se empinaba una botella de
Hornitos, se fumaba un
Delicados y contaba historias de su vida y de su creación. Es cierto, la relación de Adela con su padre fue difícil, tensa y sufrida, como una balada precisamente. Aunque al principio la consentía bastante y lo hacía acompañar a los rodajes de sus películas, posteriormente la relación se deterioró hasta terminar en una separación que duró cerca de treinta años.
Por eso, el reencuentro con su padre, poco antes de su muerte en 1986, aunque no exento de afecto también fue tenso y sufrido. Primero la corrió de su casa con sus dos hijos: Atenea y Emilio. Después, al cabo de su muerte, le heredó una fortuna en cuadros de Rivera, Orozco y Siqueiros de la que fue despojada por Columba, la fiel compañera del cineasta y madre de la desafortunada Jacaranda. Adela se quedó con la casa de Coyoacán. En el ámbito del cine y del teatro –su “maestro de maestros”, como le decía, fue Hugo Argüelles-- se le sensibilizó el sentimiento y el talento de gran narradora y dramaturga. Edmundo Valadés incluyó su relato “La jaula de la tía Enedina” en una selección de cuentos publicada por la UNAM en la que ella y José Revueltas son los únicos autores mexicanos de la treintena de elegidos. Ese mismo cuento, junto con otros ocho, lo seleccionó Gabriel García Márquez como “Lo mejor para leer” en una edición de la revista
Cambio, que él dirigía.
Cuando Adela Fernández Fernández peleó con su padre, éste le reclamó el apellido y ella le respondió que se ponía Fernández por su madre, Gladis, una rubia cubana que conoció “El Indio” en la isla caribeña durante su amistad con Fulgencio Batista y lo abandonó para huir a Chihuahua, dejándole a la hija. Sin embargo, la sombra de su padre siempre la persiguió. Y contaba historias de su relación vividas a su lado. Unas tristes, otras jocosas, pero todas con el rasgo hierático del cineasta. Como aquella de aquel día que llegó llorando de la escuela católica en la que cursaba la primaria y le dijo que sus compañeras se habían burlado porque ella no tenía madre. “El Indio” le ordenó que al día siguiente les dijera a todas que ella era hija de la Virgen de Guadalupe porque él se la había cogido.
O aquella otra en que le explicó su padre que iba a salir durante quince días y que por nada del mundo entrara a su recámara. Con la inquietud y la avidez de los niños que les prohíben algo, Adela decidió entrar a la habitación de su padre, a la que había visto entrar a un señor de blanco con un maletín, y cuál fue la sorpresa que lo encontró vendado de la cara. Él le pidió que se acercara y le dijo que quería su opinión, porque le habían operado de la nariz y ahora le iban a quitar las vendas. Una vez descubierta la nariz, Adela se echó a reír a carcajadas y le dijo que se parecía a la Pequeña Lulú. “El Indio” Fernández agarró una botella de tequila y se la estrelló en la nariz, luego tomó una pistola y a balazos corrió al cirujano de su casa.
Sin embargo, una de las historias contadas por Adela y que recuerdo cada vez que alguien se nos adelanta y llega al final del camino, como fue el caso de su hija Atenea hace unos años, es la que se refiere a un niño y su abuela indígena, entre cuyos integrantes se acostumbra a separar de la comunidad a los ancianos cuando creen que van a morir y se les prohíbe a los familiares visitarlos, aunque el retiro se haga cerca. La abuela del niño, que ya asistía a los primeros años de primaria, decidió retirarse a morir. El niño no quería pero la abuela le explicó la tradición. Además, le dijo, “me voy a llevar una flauta que tocaré hasta que deje de respirar y entonces tu sabrás que ya morí”, pero le insistió en la prohibición de visitarla. La anciana se fue a su retiro y entonces empezó una melodía de flauta. Todos los días, a su regreso de la escuela el niño se acercaba al lugar del retiro de su abuela y se recostaba a escuchar la flauta. Pero así pasaron años: el niño entró a secundaria, se hizo adolescente y la flauta seguía. Un día, a escondidas de sus padres, decide ir a ver a su abuela. Se acerca a donde proviene la melodía hasta llegar al lugar preciso, donde se encuentra un esqueleto y entre los dientes de su calavera, una flauta que incesante tocaba una melodía.
Habrá que empezar a acostumbrarnos a escuchar la flauta de Adela cómo toca su propia balada, porque como ella misma decía: “Nada más lejano que el miedo a la muerte es ver a un niño disfrutando al comer una calavera de dulce”.