Cada año decenas de personas en Coyolillo participan y organizan la fiesta más importante del pueblo, el carnaval. El 24 de febrero ha sido declarado como día universal de carnaval.
Cada hogar de este pequeño pueblo con raíces africanas se convierte baluarte contra el malhumor, las penas y amarguras de la vida cotidiana, la de Octavio Zaragoza López el punto más importante del festival, lo conocen por el “mascarero”. Su oficio es elaborar al puro estilo artesanal las máscaras que dan colorido al pueblo.
Desde su taller, un pequeño espacio en la parte posterior de su domicilio, cuenta que año con año espera el 24 de febrero. La fecha ya forma parte fundamental de la cultura: los niños quieren ponerse máscaras para salir a correr por las calles y los jóvenes, ataviándose con capas de colores, como papel china, y adornos en la cabeza que imitan al arco iris, se involucran para no perder la tradición.
Octavio Zaragoza está feliz: a punto de cumplir 47 años, su rostro resplandece como si le acabaran de decir que tendrá vida eterna o que nunca enfermará: su hijo mayor será rey de la alegría, y cuenta que su hija menor ya fue princesa durante el 2008, y da a entender que, de alguna forma, lo de su hijo si se relaciona con la inmortalidad:
“Estoy muy contento porque mi papá me enseñó el oficio de las máscara, mis hijos hacen máscaras, pero están muy comprometidos con la tradición en Coyolillo, siempre quieren estar metidos en la organización de la fiesta, participan, lo que me garantiza que la tradición no se perderá en las siguientes generaciones, así ha venido”, cuenta al tiempo que labra a machetazos un tronco de de madera para la última máscara de la festividad.
OLVIDAN LA CRISIS
La casa del mascarero es un hervidero de personas. La mayoría son de su familia. Hay muchos niños que corren por los pasillos, cargando pequeñas mascaritas, trapos y varitas. Lanzan unos sonidillos que apenas y se entienden, uno logra saber lo que quieren cuando extienden la mano en señal de “dame”. Cuando se disfrazan, además de cuidar el rostro deben ocultar la voz así como el más mínimo detalle para evitar ser descubiertos.
Sus tías y tíos, hermanos y hermanas, todos, están en su domicilio. Observan como labra las máscaras, con estilo. En otro cuarto su hija se ocupa en arreglar el peinado de las niñas y de otras mujeres. De vez en cuando se miran en un espejo hasta lucir “guapas”.
La mayoría de las casas tiene las puertas abiertas al mediodía. La escena es la misma: se confeccionan caireles, copetes, alaciados; se amoldan pasadores en largas y ensortijadas cabelleras, se pulen las uñas, se alistan los rostros con mucho maquillaje, quieren lucir como reinas. La dedicación mostrada por las mujeres del pueblo para mirarse lo más arregladas habla de la gran pasión que dedica cada familia para que sus hijos encarnen la festividad.
Los hombres, al contrario, son menos exigentes en su vestir, sacan sus mejores prendas, unos; y los que no, se disfrazan de coloridos trajes y máscaras para participar en la gran danza que recorre el pueblo desde la salida del caserío a la explanada, donde hay bailables, palabras de algún invitado especial, equipos de sonidos y mucha algarabía.
Saben de la crisis y de la falta de trabajo en la región, refiere Octavio López, pero vale la pena olvidar “lo malo” por unos días mientras dura el agasajo.
No escatiman. Así como las señoras y jóvenes invierten lo más que pueden en cuanto a presentación, los hombres tienen que aportar dinero para la preparación de abundante comida. El 24 se vuelve, por antonomasia, la mejor ocasión para convivir y arreglar diferencias.
Así pasó en la morada de Manuel Vidaña Alegría, un campesino que estaba a disgusto con el dueño de la casa de enfrente, Miguel Herrera Vidaña. La diferencia surgió hace un par de años, cuenta Manuel, por una barda mal construida.
Por el carnaval, hoy la esposa de Manuel preparó una gran cazuela con arroz rojo, chiles rellenos de carne de pollo, res y queso. Se compraron muchos refrescos y una gran garrafa con licor de caña. Miguel se paró en la puerta de su casa, se encontró con su rival, y así, animado por unas cuantas copas, le invitó a almorzar.
Horas después, a los dos se les encuentra en el patio de Manuel alegremente entonando melodías norteñas con una guitarra, un requinto y la botella de caña a la mitad.
El mascarero habla en sentido figurado: “En el carnaval usamos las máscaras pero a veces las personas no se las quitan, se las dejan para todo el año, siendo hipócritas y no siendo ellos mismo, por eso nacen los enojos y el mal humor”.
Aunque casi nadie sabe a grandes rasgos como surgió, el carnaval en este extremo de Veracruz parece buena ocasión para las reconciliaciones.