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Sección: V?a Correo Electr?nico

Del Mictlán al Tlalocan: Días de Muertos

Jorge Salazar Garc?a 24/10/2016

alcalorpolitico.com


“Gocemos, oh amigos,
haya abrazos aquí.
Ahora andamos sobre la tierra florida.
Nadie hará terminar aquí
las flores y los cantos
ellos perduran en la casa de Dador de la vida” ...Ayocuan

Indudablemente, la idea de la Muerte, es uno de los pensamientos más traumáticos para cualquier ser humano. El dejar este mundo es, para quienes se quedan, una pérdida que sacude su conciencia ante la evidencia de nuestra finitud. Este suceso, paradójicamente necesario para la Vida, es un misterio evocador de temor y respeto en todas las culturas del planeta. El Hombre, al no encontrar respuestas satisfactorias a sus preguntas existenciales

del ¿por qué morimos? y ¿qué hay después morir? ha generado explicaciones paliativas para su angustia. Paralelamente ha creado a un sinnúmero de Dioses intentando remediar su orfandad universal. Así lo constata la Historia de todas las civilizaciones del viejo mundo: de Oriente a Occidente y de Norte a Sur se registran concepciones de Dioses o seres superiores cuya función, supuestamente, es gobernar nuestros actos en la tierra, y a quienes se les debe rendir pleitesía para agradecerles el don de la existencia.
Los pueblos de la América prehispánica también imaginaron a sus propios Dioses a los cuales ofrecer culto y pedir sus favores. En la región del Anáhuac, de igual manera, este fenómeno teísta se manifestó en forma muy especial para cada suceso de la cotidianeidad. El fraile franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590) en su obra El México Antiguo cita que los mexicanos tenían dioses para todo

porque poseían “un sentido y gusto muy acusado para dar solemnidad y gravedad a los momentos cruciales de la vida humana” tales como nacer, entrar en la escuela, llegar a la madurez, casarse, concebir, recibir una dignidad, sembrar, cosechar, hacer la guerra y por supuesto, el morir.

Con relación a la muerte, los grupos étnicos precolombinos procrearon ceremonias con tanto raigambre en la gente que algunos de sus elementos perduran hasta la actualidad en la tradición católica de “Días de Muertos” (y que ni la espada española pudo eliminar del todo) siendo incorporados sincréticamente al festejo de la iglesia llamado “Días de los santos difuntos”. A diferencia de los Europeos, los indígenas consideraban a la Muerte (Mictlantecutli) un suceso natural, no un castigo. No le temían; la hacían su aliada para ser

liberados de sus angustias terrenales e intercediera ante sus Divinidades por ellos. Esta cosmovisión les llevó a observar una vida de respeto por la Naturaleza y sus Dioses.

Sus rituales mortuorios (MiquiIlhuitl o Miccailhuitontli) tenían como objetivo encaminar el alma del difunto hacia su destino correspondiente: el Mictlán o el Tlalocan. Nuestros antepasados no creían en el infierno como hoy lo concebimos,

un sitio de castigo y sufrimiento para expiar culpas. Tampoco se imaginaban sufriendo más penalidades después de la muerte. Esta cosmovisión del indígena sobre la muerte nace de “Su reflexión profunda acerca de la existe, (y lo) lleva a descubrir que todo está sometido al CAMBIO y TÉRMINO FATAL” generando, al mismo tiempo, una visión más profunda de la existencia humana.

Cuando alguien moría de enfermedad, dependiendo de su nivel social, se le acompañaba con variados rituales durante días para superar los nueve niveles que conducían al Mictlán (lugar de los muertos) donde eran recibidos por Mictlantecuhlti (dios del inframundo) y su mujer Mictecacíhuatl. Pero si el difunto había perecido por ahogamiento, fulminado por un rayo o motivo de guerra, entonces el Tlalocan (sitio del néctar de la tierra) era su destino. Una parte de esos rituales de duelo consistía en hacer ofrendas de alimentos (incienso, agua, pulque, tamales, flores de Xempazúchitl y objetos personales del difunto frente a una representación (piedra, madera o dibujo) del mismo. Actualmente, como se mencionó antes, esos elementos de solemnidad y deguste culinario se fusionaron con la celebración de los “Días de los fieles difuntos” el 1º y 2 de noviembre impuesta con la evangelización cristiana.



Afortunadamente, esta magnífica tradición (declarada por la UNESCO “obra maestra del patrimonio cultural de la Humanidad”) se continúa celebrando de tantas y variadas formas como distintas regiones conforman el territorio nacional, conservando en casi todas partes esos elementos éticos, sociales y humanos, propios desde su origen. En algunas partes, se inicia días antes de las fechas establecidas formalmente (1 y 2 de noviembre), arreglando las tumbas, pintando las casas, elaborando canastitas de cartón y papel picando, buscando las fotos de los familiares muertos, comprando veladoras, incienso y otros productos dependendiendo de la región y el nivel socioeconómico de quiénes practican la tradición. Son comunes los altares adornados con la flor de muerto (Cempaxóchitl) donde se ofrenda el tradicional chocolate y el riquísimo pan de huevo con forma de muerto; los sabrosísimos tamales y el mole, los deliciosos postres de dulces, jamoncillo, ate, membrillo, pepitoria, natillas, calaveras de azúcar, tejocote, calabaza y camote; las bebidas como el agua, champurrado, atole, pulque vino y cigarros para los fumadores.



Las personas se reúnen en las casas y en los panteones; platican, cantan, bailan, comen, ríen, compartiendo penas y alegrías con sus familiares y conocidos.



Construyamos altares en nuestras casas y pongamos nuestra ofrenda acompañados de nuestros hijos y nietos. De este modo reafirmamos el amor filial, el respeto por la vida y la muerte, la solidaridad, la cooperación, el trabajo, la gratitud y otros valores que hacen de ella una hermosa costumbre digna de conservarse y transmitirse a las nuevas generaciones, ya que trasciende los simples aspectos materiales de diversión y se convierte en crisol de la conciencia e identidad nacional.