Persiste la falsa creencia que durante el periodo novohispano no existió un sistema escolar para la población de las naciones originarias. Esta afirmación la construyó la narrativa histórica del siglo XIX que asumió la división de las épocas históricas ideada en Europa, donde la Edad Media se calificó como un periodo de oscurantismo (hoy sabemos que no fue así), por lo que el periodo novohispano, aún llamado colonial, fue equiparado como etapa obscura e indignante.
Sin embargo, la realidad histórica nos muestra un rostro distinto, no exento de ignominia y explotación del indio, pero donde el esfuerzo educativo empezó a ser notorio durante el siglo XVIII. Este rostro no se ve por la insistente narrativa que proyecta un sustento ideológico que justifica el nuevo régimen republicano, liberal y nacionalista, en oposición al viejo régimen monárquico y colonialista.
Actualmente, producto de una sólida actividad investigativa en el campo histórico que se alentó a lo largo del siglo XX, pero especialmente durante la segunda mitad de esa centuria, se tiene un conocimiento mucho más amplio, no sólo del periodo novohispano, sino también de los procesos históricos decimonónicos y de la etapa revolucionaria y posrevolucionaria, tanto a nivel nacional como regional y local. Esas historias son resultado de minuciosas y pacientes búsquedas de testimonios en los diversos archivos municipales, parroquiales, estatales y nacional cuya información contenida han permitido, y permiten rasgar el velo de la ignorancia histórica para mostrarnos la realidad de los procesos pretéritos que han dado conformación a las localidades, las regiones, los estados y la nación entera en el contexto continental y mundial.
Tal es el libro de Dorothy Tanck de Estrada publicado por El Colegio de México en el ultimo año del pasado siglo,
Pueblos de indios y educación en el México Colonial, 1750-1821. La obra es resultado de una amplia, amplísima indagación en diversos archivos de los estados de la república, el Archivo General de la Nación, los archivos del Instituto de Antropología e Historia, así como el Archivo General de Indias, sin excluir, claro está, la consulta de una amplia bibliografía relacionada directa o indirectamente con el saber estudiado.
A lo largo de sus páginas muestra y explica la formación paulatina de un sistema escolar público vinculado con las cajas de comunidad de los pueblos de indios, o como se les llamó en aquella época, “la república de indios” y “la comunidad”. El objetivo de la autora, el cual logró admirablemente, fue conocer a fondo la sociedad rural indígena novohispana en el área geopolítica de las doce intendencias del virreinato.
Capítulo a capítulo va develando la vida cotidiana al interior y hacia el exterior de los pueblos, su economía sustentada en las tierras comunales y otros ingresos como el comercio local y regional, la organización de los bienes y las cajas de comunidad, así como, su enfoque central, el establecimiento de escuelas en los pueblos indios a partir de 1753 con la promoción eclesial para su creación y el fomento público a partir de 1773. En la medida en que se fue consolidando el dominio y control hispano sobre las naciones originarias, la idea de castellanizar fue propuesta como medida para garantizar la evangelización.
Esta inquietud se aceleró durante la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo a partir de la
Ordenanza de Intendentes de 1786 en la que, entre otras órdenes, se instruyó la promoción del castellano en los pueblos de indios mediante el establecimiento de escuelas cuyos maestros serían pagados con fondos comunales. La inquietud por la castellanización estuvo presente desde el siglo XVI. Empero, los frailes se opusieron e insistieron en la preferencia de las lenguas originarias para alentar la evangelización y enseñanza de la doctrina cristiana, incluso se llegó a proponer que fuera el idioma náhuatl la lengua oficial para tal menester.
Por su parte, el clero secular, los sacerdotes, fueron insistentes en la castellanización, controversia que quedó temporalmente congelada cuando el rey Felipe II se opuso a la castellanización forzada y privilegió la comunicación evangelizadora priorizando las lenguas originarias, lo que implicó que frailes y clérigos aprendieran aquella o aquellas lenguas en donde se encontraban realizando la labor eclesial. En consecuencia, se crearon más de mil escuelas que fueron sostenidas con fondos provenientes de las cajas de comunidad, un universo escolar público-comunitario que se le llamó “escuelas para leer y escribir” en las que el preceptor de español enseñaba, de acuerdo con el método de la época, a leer primero y a escribir posteriormente, es decir, se enseñaba dicho arte por separado, a la par de aritmética e historia cristiana.
Los preceptores eran escasos, pues no existió una política para su formación y éstos, generalmente, habían sido educados en las escuelas monásticas o parroquiales. Su sueldo fue pagado por la comunidad, previo establecimiento de un acuerdo, pues una parte se les daba en pesos, otra en bienes (como maíz, leña y gallinas) y algunos servicios de ayuda doméstica. En un principio no existieron edificios para escuela, de tal forma que las clases se impartían en la casa del preceptor o en algún espacio disponible adyacente a la iglesia.
Después se empezaron a realizar inversiones para construir edificios escolares, como fueron los casos de Chignahuapan, Puebla, San Andrés Tuxtla, Veracruz, San Miguel Nonoalco y Santa Ana Zacatlamanco, ciudad de México, así como en algunas haciendas de Guanajuato y Tlaxcala. El sueldo del preceptor era pagado por la caja de comunidad, por ejemplo, en 1784, la caja de comunidad de Xalapa pagaba 80 pesos anuales y 12 fanegas de maíz para dar instrucción a 150 alumnos. Orizaba pagaba 120 pesos anuales para atender 91 alumnos.
En la zona de Misantla había tres escuelas y en Tenampa cuatro, cuyos sueldos fluctuaron entre 40 y 60 pesos anuales, más algunas fanegas de maíz. En esos años, en la Intendencia de Veracruz llegaron a establecerse 65 escuelas de pueblos de indios, aunque a principios del siglo XIX su número decreció hasta ser 42. En cambio, en las intendencias de Puebla y Oaxaca hubo, para 1803, 127 y 139 escuelas, respectivamente. Si bien la mayoría de las “escuelas de leer y escribir” fueron sostenidas con fondos comunitarios, en algunos pueblos de la Intendencia de Oaxaca, por ejemplo, las hubo sostenidas con las aportaciones realizadas por las familias, como fue el caso, entre otros, de los mixes de Jayacatepec (Villa Alta) donde se le pagó al preceptor 30 pesos al mes, entre efectivo y maíz, frijol, carne, velas, manteca y huevos.
El perfil de los preceptores era disímbolo, nos narra Tanck, pues mientras que algunos dominaban el castellano, el arte de la lectura y escritura, las reglas de contar y la doctrina cristiana, otros eran mediocres en dichos menesteres, por lo que al evaluar actitud y capacidad eran despedidos por las autoridades de la comunidad las que, por otra parte, en muchas ocasiones, tomaron medidas contra conductas inaceptables, maltrato y discriminación hacia los alumnos. En general, las escuelas eran para niños, pero también las hubo para niñas, y la edad para cursar los estudios era, como lo sigue siendo hasta la actualidad en la educación primaria, de 6 a 12 años.
Se les conocía como “niños pupilos”, “muchachos”, “discípulos”. “alumnos” o “niños”. El calendario escolar fue anual, pues se trabajaba los 12 meses del año, salvo domingos que es día de guardar y días festivos dedicados al patrono del lugar. El método de enseñanza fue igual al que se seguía en Europa: primero se aprendía a leer durante los dos primeros años y después a escribir, utilizándose para la lectura el catecismo del jesuita Jerónimo de Ripalda, el catecismo breve en náhuatl del padre Bartolomé Castaño y las máximas morales de Catón el Viejo.
La técnica didáctica fue el deletreo, es decir, primero se aprendía el alfabeto para proceder a enunciar cada letra y después la palabra completa. Después se pasaba al aprendizaje de la escritura. El grupo “de escribir” practicaba la letra cursiva manuscrita utilizando el método del calígrafo Francisco Javier de Santiago Palomares, plumas o “cañones” fabricados de alas de pájaro, tintero de plomo, tinta elaborada de huizache y vinagre, y pautas o reglas para trazar las líneas horizontales en el papel. En paralelo se aprendía aritmética y doctrina cristiana. Una práctica que fue común en muchos lugares consistió en aprender a leer y escribir en náhuatl, maya, otomí o mixteco, antes que en castellano.
Los indios letrados ocuparon puestos de “escribanos de república” y otros cargos menores. Pronto se comprendió que el aprendizaje escolar proporcionaba, en palabras del párroco Agustín José Río de la Loza, “la cultura civil y política para el aprovechamiento espiritual y corporal de cada individuo”.