De viva voz los indocumentados secuestrados en Tierra Blanca, cuentan cómo vivieron su reclusión desde el pasado viernes 15 en la casa de seguridad descubierta ayer lunes por elementos del Ejército Mexicano:
“A mí y otros paisanos guatemaltecos nos abordaron en la estación del tren de Tierra Blanca, el viernes. Estábamos sentados esperando el tren para seguir a los Estados Unidos, y esos sujetos, se nos fueron acercando poco a poco, cuando nos tuvieron bien cerca, nos sacaron pistolas: –-¡No se muevan!, ¡El que lo haga me lo quiebro! Nos encañonaron y llevaron a una casa abandonada, toda cerrada”.
Allá había más personas armadas que cuidaban a otros centroamericanos”, relató el guatemalteco Marcos Paul.
Desde la estación migratoria de Fortín de las Flores, desliza parte de su amarga vivencia en el Veracruz sin ley. “Después de que nos juntaron a los 26 ilegales, nos dijeron: –-¡Están secuestrados! ¡Si no nos dan los datos de sus familiares en Estados Unidos o en sus países y sus números telefónicos, les vamos a cortar las orejas y los dedos! ¿Oyeron?”, dice Marcos.
Retoma el relato Miguel Alberto Palacios García, de 38 años de edad, salvadoreño: “Me pidieron 500 dólares y los querían en menos de dos horas. Yo le dije: Pero señor, yo no tengo ese dinero, ni mi familia y juntarlo en dos horas no se puede, usted me pide mucho, yo solo quiero llegar a los EU para trabajar; somos pobres en El Salvador y no tenemos ni para comer”.
De poco sirvieron las súplicas de Miguel Alberto, fue el primero en ser martirizado por los secuestradores: “Recuerdo que eran como cuatro personas, entre ellos uno menor, y estaban fuertemente armados. Hablé con mi hermana para que depositara lo más pronto posible en el Western Union, pero se tardó más y como pasó el tiempo me bajaron la ropa, me echaron al suelo, y comenzaron a darme de tablazos en las nalgas”.
El instrumento de martirio lo describen como un pedazo de madera de aproximadamente un metro de largo, con unos 10 centímetros de ancho. Una tabla delgada y con agujeros en el centro, de esa forma, al ser lanzada presenta menor resistencia al viento. El golpe es de lleno. Contundente. Hace que la víctima se doble del dolor.
“Yo no aguanté muchos tablazos, les di los datos de mi familia. Les depositaron el dinero, pero ni así dejaban de maltratarme”, dice Miguel Alberto, mientras muestra sus glúteos, negros, tirando a morados, parecen dos aguacates bien maduros, y con pigmentaciones rojizas. “Han pasado tres días y aún no me puedo parar”.
Pero a Miguel Alberto, podría decirse, le fue bien. A otro del grupo, de tantos tablazos, hasta le desprendieron la piel de las nalgas. Por ratos aún llora, inconsolable, afligido por el dolor, pero también por el daño moral y psicológico.
“Se nos acercaban con unos cuchillos, los tenían en una mesa, o con una pinza, y nos amenazaban: –– ¡Si no nos dan el dinero sus familias, les vamos a cortar los dedos de las manos o los pies y les arrancaremos las orejas con estas pinzas! Mientras que uno de ellos sujetaba a otro del grupo, lo tomaba por la cabeza, y le jalaba la oreja con el alicate, hasta hacerlo gritar. Por ratos pensamos que se le desprendía el pedazo, pero las torturas no pasaron de los tablazos”.
Sin comer, los indocumentados permanecieron tres días privados de su libertad, de vez en cuando solamente les daban un poco de agua, más nunca, ni por humanidad, un pedazo de pan.
“Dos eran de mediana estatura, pero uno era alto, bien alto y bastante fornido, fuerte, entre nosotros no había ninguno así de fornido, todos somos delgados, chaparritos y débiles, nos sometían con mucha facilidad”, ataja Marcos Paul.
Pero la vigilancia estaba a cargo de un menor de edad, no mayor de 15 años, -estimaron los centroamericanos- quien armado con una pistola 9 milímetros, atemorizaba a cualquiera.
EL RESCATE
Lunes. Eran las seis de la mañana. Hambrientos, adoloridos, golpeados moralmente, aterrorizados, los indocumentados trataban de descansar. De no haber sido por el descuido del mozalbete que dejaron para cuidarlos, a los migrantes les hubiera esperado otro día de suplicio: por breves instantes, el vigilante se durmió, con el arma sobre su regazo.
También estaba muy cansado, se le notaba en los ojos, que tenía bien cerrados, y de eso se dio cuenta el salvadoreño Alberto García que ya estaba despierto. De 18 años, se incorporó del suelo, pasó entre los cuerpos de los otros plagiados y se escabulló hasta la puerta. Se asomó al exterior. A lo lejos vio los cascos verdes de los soldados. Cabe resaltar que, extrañados por el movimiento sospechoso en la vivienda abandonada, los vecinos alertaron a la SEDENA. De inmediato se montó un operativo, eso miraba Alberto García.
En el umbral, el corazón del migrante no paraba de palpitar, no le importó si el celador despertaba y comenzaba a dispararle por la espalda. Abrió la puerta de par en par y se abalanzó contra los militares, “–– ¡No disparen por favor! ¡Acá estamos, somos migrantes y nos tienen secuestrados, venir, por favor”.
“No cabíamos de gusto cuando nos rescataron los soldados. Nos sentimos vivos otra vez”, resume Marcos Paul. Él también muestra las señas de la tortura: con un zapato con casquillo metálico le remolieron el ojo derecho. Ahora lo muestra rojo, amoratado y con manchas de sangre extendidas en las pupilas”.
“Lo bueno es que llegaron los soldados, porque la verdad que esa gente estaba preparada para matar”, concluye Miguel Alberto.