Mucho se dice de la Inteligencia Artificial con respecto de si algún día desplazará a los humanos del control de la vida social y la creación científica, tecnológica y artística. Puede ser. Si nos atenemos al principio de incertidumbre, al momento no es posible establecer que eso pueda suceder, aunque simultáneamente pueda ser potencial el hecho de que así sea. Sin embargo, hay características de lo humano que, al menos en el horizonte actual, no se vislumbra posible que pueda adquirir la IA, lo que nos proporciona relativa tranquilidad, aunque no por eso se deba dejar de vigilar el potencial que posee de autodesarrollo y conversión tecnológica.
El filósofo vasco Daniel Innerarity, en su reciente libro
Una teoría crítica de la inteligencia artificial (2025), reflexiona el problema potencial y persistente derivado de la aplicación de la IA y su uso irreflexivo, aunque también perverso. Comentamos aquí algunas de sus reflexiones. El autor nos hace ver que no es la IA la peligrosa, sino el propio ser humano que la aplica con fines contrarios a la libertad y la democracia, la creatividad y el empleo, la equidad e igualdad, la justicia y la paz. La IA es un algoritmo y quienes diseñan los algoritmos son humanos. Y son los humanos que, con las aplicaciones desarrolladas, ponen en peligro empleos generando precariedad laboral, forjan desinformación que ahonda conflictos y abona a la ignorancia manipulable, la discriminación encuentra en este paisaje digital un paraíso, nubla la transparencia poniendo en riesgo el futuro de la democracia y la libertad de pensamiento y expresión.
El problema, señala Innerarity, no es que nos encontremos en un nuevo entorno tecnológico e infraestructural, el problema de fondo es que la algoritmización requiere de una profunda reflexión ontológica, es decir, la relación del ser humano y su existencia ante el inexorable desarrollo de la IA que requiere repensar conceptos como el de sujeto, persona, acción, responsabilidad, conocimiento, trabajo, creación, en una palabra, todo aquello que nos hace humanos. ¿Y qué es eso que tenemos los humanos y no la IA? Sencillamente la capacidad de comprender la realidad, su sentido y significación, a lo que añade Innerarity, emoción social y moral que son elementos constitutivos de nuestra inteligencia.
La diferencia entre la IA y la inteligencia humana es que la primera está diseñada para descubrir patrones, matematización estadística, análisis de datos y operación de rutinas; la humana, en cambio, establece objetivos, formula juicios de valor, discierne y contextualiza la información para tomar decisiones. Estas diferencias no son opuestas, sino complementarias. La inteligencia humana se vale de la IA, así debe ser, para cumplir determinados objetivos con eficacia positiva, más no con perversidad retrógrada.
Por ello es importante la reflexión en torno a las especificidades de la inteligencia humana, las cuales emanan de un conjunto de propiedades que nos caracteriza como especie. Veamos.
1)
Sentido común es una destreza para percibir, comprender y actuar frente a situaciones cotidianas que pueden ser cambiantes, de acuerdo con el contexto, y que requieren de dos elementos esenciales que son conocimiento y experiencia frente al funcionamiento del mundo sea social o físico. Si bien la IA puede desarrollar un conocimiento experto a partir de modelos construidos con la información existente, no posee la capacidad del sentido común que nos permite comprender el contexto en el que nos movemos, sumado a la gestión de información que observamos y al conocimiento implícito poseído. Ello implica la habilidad del sentido que subsume corporalidad, emoción y empatía, algo que la IA no posee. Sin embargo, el peligro está en que, como humanos, dejemos de ejercitar esta habilidad para dejar solo las decisiones, sobre algo, a la IA.
2)
Reflexividad es la capacidad de problematizar de manera reflexiva, es decir pensante, frente que la IA solo refleja cómo es que aprendió y aplica una función en el marco interior de su función. El entrenamiento de la reflexión es fundamental para comprender la realidad y resolver problemas, de ahí la importancia de ejercitarla día a día y en todo proceso educativo; en cambio, la IA refiere a técnicas algorítmicas que permiten aprender la realidad de memoria, por lo que se encuentra muy alejada de “la consciencia de que se conoce” y en la que radica la noción que tenemos de inteligencia.
3)
Conocimiento implícito, también llamado tácito, se entreteje con el sentido común y lo cultivamos de manera inconsciente, pues se encuentra fuertemente arraigado a nuestra experiencia de vida, costumbres, valores y habilidades; en cambio, el conocimiento explícito o formal, es el que adquirimos de manera consciente mediante el aprendizaje y el estudio a partir de la información a la que tenemos acceso. Ambos procesos, el conocimiento implícito y el explícito son relacionales, y definitorios de lo humano porque son corporales, contextuales y situacionales, lo que permite modificar nuestra conducta de acuerdo con la información que se procesa del entorno; muy distinto es con la IA, la que solo procesa información formal o explícito con base en patrones algorítmicos que toma de bits existentes en el metaverso informático digital, funciones basadas en el potencial de cálculo, más no procesos intelectuales que nos permiten abrir nuestra mente a la comprensión de nuevos horizontes.
4)
Inexactitud nos remite a creatividad, ese potencial humano que nos permite generar algo nuevo, lo que exige ingenio, imaginación, capacidad relacional y rebeldía frente a cánones y medidas. La IA carece de ese potencial, aunque puede recombinar datos, información y formas extraídas del metaverso digital para formar una obra, sea gráfica o escrita, utilizando reglas de configuración, pero no será, o al menos aún no, ni nueva ni disruptiva de la realidad efectiva, condición fundamental en toda creación.
5)
Inteligencia corporal integra sentido común, reflexividad, conocimiento implícito y explícito, creatividad e imaginación, pues pensar, imaginar, planear y proyectar son funciones corporales y cerebrales que nos sitúa en el mundo donde interactuamos física, social y culturalmente. La IA, por mucha forma humanoide que se le dé, está descorporizada en el sentido de que carece de lo que significa la consciencia de estar en el mundo, de percibirlo y sentirlo con todo el cuerpo porque, bien señala Innerarity, nuestro “pensamiento y experiencia dependen de nuestro cuerpo, que desempeña un papel activo en los procesos cognitivos”: consciencia de sí, afectividad e intuición.
Desde esta perspectiva reflexiva, el peligro de que la IA asuma el control de parte de nuestras vidas no radica en la propia IA, sino en los humanos que, por comodidad, desconocimiento, malicia, diversión o cualquier otra actitud, nos dejamos llevar por aquello que nos ofrecen los algoritmos diseñados sin estar conscientes de las implicaciones positivas o negativas de su función, fines y aplicaciones elaboradas.
El sistema educativo escolar, en todos sus niveles, si bien debe enseñar qué es, cómo se usa y cuáles son las aplicaciones de la IA, esta enseñanza no debe ser meramente mecánica, sino que debe conllevar el cultivo en la persona de cómo valorar la información obtenida para ser capaz de ponderar validez y aplicabilidad, además de cultivar valores éticos en su uso y la habilidad para, utilizando la IA, explorar la creatividad, sea en la disciplina que sea.
Sin embargo, lo relevante, lo más importante que el sistema educativo debe atender, es cultivar las habilidades humanas señaladas: sentido común, reflexividad, conocimiento implícito, inexactitud e inteligencia corporal, todo eso, y más, que nos hace humanos y que puede constituir el antídoto para evitar quedar atrapados en el espejismo del entorno tecnológico, visión que hace creer que la digitalización es un dechado que refleja la realidad, cuando nos aleja de ella y confunde la descripción que la IA da como producto de patrones estadísticos con el sentido y significado de la vida.