Exponemos que el instante de la inmediata realidad pasada (que se ha dado en llamar “normal”) se perturbó porque se interrumpió la ilusión lineal del ritmo de la vida social al quebrar con una dinámica cotidiana que en su repetir se volvía, en ocasiones, monótona. Espejismo producto de una sociedad hedonista, dominada por la voracidad consumista que se percibía inalterada. La condición COVID-19 cortó de tajo la dinámica de esa “normalidad” (lo normal es aquello que se considera como regular y ordinario) y nos introdujo en una dinámica desintegradora de la certidumbre, cuyo soplo trajo el chirriante miedo que huele a muerte. Un miedo que fue acentuado por la contradictoria actitud de las autoridades gubernamentales que, al inicio de la pandemia, se resistían a aceptar la realidad claramente manifiesta, lo que sembró angustia en un amplio sector de la población ante la posibilidad del contagio que conlleva a la pérdida de la salud y posible muerte; pero también esparció incredulidad expresa en la frase “es un invento del gobierno” o “no creo que exista esa enfermedad”, como lo he escuchado de muchas personas, actitud que también se aprecia en el rechazo a no tomar medidas de protección como es el uso de “cubrebocas” en la calle, en espacios públicos, transporte y comercios. Desconfianza e incredulidad que propició la proliferación de “teorías conspirativas”, de resistencia inconsciente y rechazo a las medidas preventivas requeridas bajo la consigna conductual de “sana distancia”.
En un instante todo se trastocó. Primero la actividad educativa, seguida por la avalancha de irrupción de la economía, la cadena productiva entrelazada y la dinámica de los servicios públicos y mercantiles. Rompimiento que sumó miedo, ya no al contagio del COVID-19, sino miedo al futuro previsto que se desdibujó para dar paso a un estado de incertidumbre ante una situación por venir que se percibe nebulosa, opaca, incierta y llena de inseguridad. Un miedo, tal vez más profundo que la muerte que acecha a través del COVID-19, porque, de una u otra manera, sabemos, o al menos confiamos, que la ciencia biomédica encontrará la solución que se traducirá en un antiviral efectivo y la vacuna correspondiente, amén de que muchas personas desarrollarán los anticuerpos que le permitirán sobrevivir. No así en el caso de la economía, cuya cadena productiva, de distribución y servicios fue abruptamente alterada desembocando en un brutal desempleo que ha incrementado los índices de pobreza, la estrepitosa caída del Producto Interno Bruto (PIB) y la quiebra de miles de pequeños negocios, a lo que se suma la errática acción gubernamental que no ha identificado escenarios viables para retomar el ritmo de la tríada esencial: lo social, económico y lo cultural.
En pocas palabras, progreso en la justicia social, dinamismo económico sustentable y evolución cultural. De ahí que no sea el miedo a la muerte, no ese miedo, sino el miedo soterrado en el subconsciente que emerge inquietante ante los efectos, derivado del quebrantamiento de la dinámica histórica que nos hacía sentir certeza, o al menos creer que la había. Miedo por un futuro perdido que parecía asegurado, dilatado en su trayectoria e innegable en su proyección. Esa certeza que nos hace creer que algo puede ser válido y nos permite imaginar un futuro no ininterrumpido de secuencias esperadas pero que de repente, de golpe se volvió azaroso al trastornar la cotidianeidad que alteró la coherencia de nuestro vivir mostrando (lo que ya sabemos pero preferimos evadir) que todo presente es cambiante y que el futuro no siempre es lo que esperamos pueda ocurrir.
Albert Einstein, refiriéndose a los índices exponenciales del cambio, dijo: “Sólo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana”. Y lo segundo es evidente a lo largo de los siglos: guerras, tiranía, totalitarismo, racismo, esclavitud, machismo, exclusión, apartheid, etnocidio, genocidio, ecocidio, soberbia clasista y tantas, tantas cosas más estúpidas registradas en la historia humana lo confirman. Tan evidente que la situación actual la puso de manifiesto en forma exponencial: incredulidad ante la realidad, tozudez política, retardes en las decisiones, manipulación demagógica, distorsión de los acontecimientos, inseguridad en la gobernanza, fatalismo culposo, mesianismo negacionista, narcisismo político y más aún. Pero también puso de manifiesto las severas contradicciones del sistema capitalista global que, en su tendencia excluyente proclive a la desigualdad, es, en tanto creación humana, igualmente estúpido.
La pandemia del COVID-19 nos puso de cara ante una realidad no esperada cuyo presente devastador no ha sido introyectado a profundidad por la generalidad social; pero también nos inquieta ante un futuro que se volvió incierto por el quiebre económico y laboral que hace vulnerable lo político. El azoro popular aún no logra discernir cómo sucedió, qué está pasando, cómo y hacia dónde caminaremos el día de mañana. Estamos pasmados en la inmediatez que, paradójicamente, no sabemos cómo manejar, cómo explicar y cómo digerir para aprender que el ayer ya no es un modelo que dé certeza, sino que el hoy será el referente de una nueva secuencia histórica que habrá de revelar, de muy distinta manera, el hacer social futuro. En especial porque ocurre en el momento histórico del próximo relevo generacional que desplazará a las generaciones que nacieron en la segunda mitad del siglo XX. Quienes nacieron en los años noventa y primera década del siglo XXI, tendrán que afrontar un mundo en creciente complejidad cuyos problemas configuran multitud de nodos que relacionan a un sinnúmero de vértices que son, a su vez, causa y efecto de otra serie de problemas interconectados que se entrecruzan con efectos poco propicios para la existencia de la civilización humana y el progreso social. La pandemia dejó visible el sistema de explotación subrepticia que denigra a la humanidad pero también acentuó la urgencia de actuar para modificar el estilo de vida consumista y depredador de la naturaleza, para cesar, en algún caso y amortiguar en otros, las causales del cambio climático. No tengo duda de que la generación XXI comprenderá y reconocerá que somos una comunidad terrestre que es necesario unir para reorientar a la civilización hacia una cultura global sustentable, cuyos pilares sean el equilibrio de vida con la naturaleza, el cumplimiento de los derechos humanos universales, la justicia social con equidad económica, el reconocimiento de la diversidad cultural y el impulso conjunto para crear un permanente ambiente de paz. Premisas de un escenario futuro de esperanza. De ellos es un futuro que los confrontará con la decisión de seguir en la misma y nefasta senda histórica de la explotación de un humano hacia muchos otros humanos o volver la mirada hacia el interior de la humanidad para tomar consciencia de la gloriosa belleza del mundo y transitar, apresuradamente, hacia la paz natural. La Tierra ha sido fuente de vida para miles de generaciones pasadas, lo es para las de hoy y tiene que serlo para las generaciones futuras. Ahora sí, como dice la conseja popular: “la moneda está en el aire”.