Edgar Morin, a sus 104 años plantea una serie de reflexiones acerca del aprendizaje humano que podemos tener del transcurso de la Historia, reflexiones que plasma en su reciente libro,
Lecciones de la Historia ¿Podemos aprender de nuestro pasado? (Taurus, 2025). Inicia con profunda sentencia de Víctor Hugo en su obra
Los Miserables: “Igual que la historia de verdad tiene que ver con todo, el historiador de verdad tiene que ver en todo”. Y en efecto, la Historia como ciencia tiene que ver con todas las disciplinas del conocimiento humano, pero, sobre todo, tiene que ver con todo aquel testimonio que le pueda proporcionar información verificable para penetrar en algún acontecimiento, hecho o proceso histórico que se desea conocer. Documentos de variada confesión como memorias, estadísticas, reportes, obras de arte, restos arqueológicos, tradición oral, notas de prensa, diarios, novelas, artículos científicos y culturales, textos escritos en otros tiempos históricos y contextos, estudios etnográficos, sermones, registros demográficos, informes oficiales, en fin, todo aquello que es huella de la acción humana en todo tiempo, época y cultura, sea testimonio correspondiente al pasado analógico o testimonio emanado del presente digital como son las huellas digitales contenidos en fondos, registros y bibliotecas virtuales, redes sociales, medios de comunicación digital, páginas Web, imágenes y todo dato e información que queda registrada en el metaverso global. La Historia es pluridisciplinar porque nos proporciona un conocimiento del quehacer humano en el pasado que implica una óptica, sea particular o relacionada en su complejidad, desde la dimensión de la cultura, la política, la economía, la ciencia, la religión, lo social, la mentalidad, la educación, la filosofía, lo militar y, desde luego, desde los planos de lucha por la libertad.
Pero, sobre todo, señala Morin, en Historia, sea desde el ángulo o plano tempo espacial que se estudie, se pone atención a la complejidad de relaciones que conlleva una acción, su intención y los resultados que causa, algo que llamó “ecología de la acción”, y refiere al curso de una acción que depende de sus “circunstancias y su entorno”, así como de sus “retroalimentaciones recíprocas”, de tal manera que en el contexto político, económico o militar, por ejemplo, el resultado de un acontecimiento puede ser el no esperado, contrario a la intención planeada, algo que el historiador debe saber observar para explicar cómo ocurrió y en qué sentido se desarrolló el hecho histórico. Otro de los principios que nos recuerda en su reflexionar centenario, es el de que el historiador debe autoevaluar sus propias circunstancias históricas y “bajarse de su pedestal supratemporal”. Como constructor de conocimiento relacionado con el acontecer pasado de la humanidad, la autoobservación es fundamental para situarse a sí mismo en el contexto histórico vivido con respecto al contexto histórico estudiado. En pocas palabras, señala Morin, al situar el proceso histórico en su propio contexto, el contextualizador, es decir el historiador, también debe auto situarse en el contexto historizado, así como en el propio para comprender los entrelazamientos de causas que en su momento hicieron su realidad histórica. Pero, así como reflexiona sobre la complejidad de los entrelazamientos causales de los acontecimientos y de la posición del historiador ante el saber pretérito, de la misma manera reflexiona cómo el imaginario religioso y los mitos poseen un fuerte componente en el desarrollo de la historia. Cristianismo, religiones mistéricas, Islam, Judaísmo, señala, han dado vuelcos a la Historia de Occidente a lo largo de siglos y siguen procreando conflictos entre ellas, los pueblos, las naciones a grados exacerbados de exterminio de unas por otras y, recalca, con la gran paradoja que pueblos que en un momento fueron perseguidos por su religión han llegado a convertirse en perseguidores, dominadores y opresores.
Como también lo resalta para el caso de las ideologías totalitarias que se vuelven policiacas y profundamente desiguales traicionando los principios humanistas de la filosofía socialista, como lo fue, y sigue siendo, la llamada “dictadura del proletariado” que trasmutó a una “dictadura tentacular del partido, burocrática y productivista” que condujo al despotismo, hecho histórico que pone en evidencia la “ecología de la acción” donde “las intenciones desatan procesos que desembocan en lo contrario de lo que se pretendía”. Algo que se percibe con mayor claridad con el tiempo, pues la racionalización histórica es a posteriori de los acontecimientos, aunque en lo presente es posible vislumbrar posibles tendencias al analizar la multiplicidad de relaciones cuya complejidad da cuenta de lo que ocurre, permitiendo concebir el contexto de la “ecología de la acción” que muestra la tendencia de las acciones directas que desembocan en lo contrario a lo planeado. Su mirada retrospectiva sobre su propia experiencia como científico social y filósofo de la complejidad, también explora una faceta controversial de la Historia como lo son las conquistas de una cultura sobre otra. Y resalta el hecho de que esos procesos han conllevado hacia la “simbiosis creadora de una nueva civilización”, como lo fue el caso de Roma sobre Grecia y la Galia o España sobre América. No deja sin tocar las guerras y los conflictos, acontecimientos traumáticos que aniquilan la vida y provocan destrucción material de una manera irracional. Pero en ese torbellino también suelen emerger individuos que imprimen un sello propio al curso de la Historia. Grandes mujeres y grandes hombres “cuyas virtualidades (que en otras circunstancias habrían permanecido latentes) se actualizan de forma excepcional” y “son capaces de causar a su vez acontecimientos históricos”. No deja de lado otro aspecto de la personalidad de muchos personajes, líderes, reyes, gobernantes, dictadores que enferman de poder: la megalomanía combinada con el “exceso de
hubris”, concepto griego que significa arrogancia extrema, soberbia.
Peligroso, pues “el poder absoluto hace volver criminales y locas a algunas personas” dejando al descubierto el lado de la naturaleza humana que se expresa con maldad, venganza y arbitrariedad, aunque, no deja de mencionarlo, también puede darse con magnanimidad y creatividad. Transcribo por su relevancia cercana a la situación actual: “La sed de poder es una aspiración obsesiva que puede llevar al crimen y a la locura”. “El poder ofusca si quien lo ejerce ignora las situaciones críticas que sus cortesanos no se atreven a señalarle”. Y esto lo relaciona con la rebelión, pues entre el abuso del poder y la insurrección “no hay más que un paso”. Los seres humanos “pueden levantarse, transformarse dentro del ser colectivo que es una muchedumbre presa de pánico, rebelados o furibundos, y convertirse en dementes dentro de una demencia”, pues la historia muestra cómo es que los “pueblos, según las condiciones, pueden pasar de la adhesión entusiasta a la rebelión y de la rebelión a la adhesión entusiasta”. Dialéctica de los tiempos donde el imaginario también interviene como las ideas que “pueden ser tan potentes como los dioses”. Un capítulo que me encantó es la “Decimoquinta Lección, El progreso material no va acompañado de ningún progreso moral”. Nos recuerda cómo surgió la “idea de que el progreso es la Ley suprema de la Historia”. Una idea que formuló Condorcet (1743-1794), mente destacada de la Ilustración francesa pues fue filósofo, matemático y político. A partir de él la idea de progreso fue adoptada como verdad histórica en el siglo XIX, tanto por pensadores idealistas como por materialistas, ya que implica la concepción de que la historia de la humanidad es la historia de un avance continuo en lo material y en las condiciones de vida.
Sin embargo, resalta Morin, el progreso material no siempre es acompañado por un progreso moral, pues el sinfín de conocimientos y los avances materiales no han sido capaces de “afrontar los problemas humanos fundamentales”, por lo que sigue existiendo matanzas, guerras, crueldad, genocidio, pobreza extrema, desigualdades sociales profundas, enfermedades endémicas y, lo peor, “pensamientos unilaterales, sectarios y fanáticos” que emergen como hegemónicos atentando contra la libertad y democracia. Y concluye con un deseo que se comparte: “El verdadero progreso que necesitaría la humanidad sería el de la comprensión humana, la bondad, la solidaridad y la amistad, pero en estos ámbitos solo ha habido progresos parciales y provisionales en medio de una regresión generalizada”. Sabias reflexiones que surgen de su experiencia centenaria y de la observación atenta de la dinámica y la complejidad del desarrollo histórico de la humanidad, donde nada es intacto porque todo cambia y nada permanece tal cual se pretende que sea, incertidumbre de la complejidad donde lo inesperado e improbable suele irrumpir y revela la dinámica de creación y destrucción, orden y desorden, cambio permanente del que no podemos sustraernos, pero sí aprender de él para lograr el progreso moral que requiere la humanidad.