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Sección: Estado de Veracruz

Sursum Corda

No es el momento de tu juicio, Señor, sino de nuestro juicio

Pbro. José Juan Sánchez Jácome 30/03/2020

alcalorpolitico.com

Dicen que la plaza estaba vacía. Al momento, eso nos parecía al no ver a los miles de peregrinos que eternamente la visitan. También se veía desolada, sin las lágrimas y las sonrisas, sin los gritos y las alabanzas, sin el recogimiento y el silencio, sin el júbilo y la piedad que brotan cuando se celebra la santa misa, cuando se medita en la Palabra de Dios y cuando se presenta el Sumo Pontífice.

La lluvia hacía más persistente el ambiente de tristeza y desolación. Se encargaba de reafirmar ante todo el mundo el abandono y la soledad, la angustia y la incertidumbre que también llegaban al corazón mismo de la cristiandad.

La Plaza de San Pedro era una prolongación de nuestras calles vacías, de nuestras ciudades desiertas, de nuestros hogares desolados. Por eso la sentíamos nuestra, la concebíamos como propia, la entendíamos también con el corazón y nos sobrecogíamos al mirarla. Evidente era que estaba vacía pero paradójicamente es como si hubiéramos estado allí con nuestra pena, con nuestro dolor, con nuestra angustia buscando la manera de decirle a Dios: ¡Ve nuestra aflicción! ¡Acuérdate de nosotros!



Vacía, triste, desolada. Humanamente no se podía negar un escenario como este. Todo era real y evidente hasta que, sin darnos cuenta, el Espíritu comenzó a inundar esa plaza, a habitarla con su presencia a través de la fe de todos los que imploramos a Dios, de todos los que lloramos y nos conmovimos, de todos los que buscamos y encontramos ahí una respuesta a lo que está pasando, de todos los que reconocemos nuestros pecados, de todos los que nos arrepentimos de nuestras faltas, de todos los que fuimos tocados por el Espíritu.

Es como si en ese momento se nos hubieran concedido las palabras del salmista: “¿Qué ganas si me muero y me bajan a la fosa? ¿Podrá cantar el polvo tu alabanza o pregonar tu fidelidad? ¡Escúchame, Señor y ten piedad de mí; sé, Señor, mi socorro! Tú has cambiado mi duelo en una danza, me quitaste el luto y me ceñiste de alegría. Así, mi corazón te cantará sin callarse jamás. ¡Señor, mi Dios, por siempre te alabaré! Mi corazón, por eso, te salmodiará sin tregua; Yahvé, Dios mío, te alabaré por siempre” (Sal 30, 10-13).

En ese momento, el Espíritu nos ungió como adoradores en espíritu y en verdad cuando contemplamos al Cristo de San Marcello in Corso, a quien se le atribuye haber detenido la peste en Roma en 1522; cuando contemplamos el antiguo ícono bizantino de la Virgen Salus Populi Romani, cuya imagen fue traída desde la Basílica de Santa María la Mayor; cuando recibimos la bendición Urbi et Orbi -de manera inédita- con el Santísimo Sacramento. Y cuando vimos a ese hombre de blanco con paso lento pero revestido del Espíritu. Nos sentimos abrazados en el alma por la Palabra de Dios y por el papa que llenaba con su fe esa plaza monumental, testigo una vez más de la presencia del Espíritu en la historia.



Era necesario vivir este momento profundo de oración, constatando nuestro pecado y alejamiento de Dios. Por eso, reflexionando en el texto evangélico de la tempestad en el mar de Galilea, el papa decía:

“En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: Despierta, Señor”.

El papa nos llevó a la súplica a Dios, a la plegaria confiada para pedirle que libre al mundo de esta pandemia. Pero también nos llevó en su reflexión a reconocer lo que hemos hecho mal, el pecado que hemos cometido y que está en el origen del sufrimiento que hay en el mundo. Quedarán grabadas en nuestro corazón sus palabras cuando nos decía:



“No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor y hacia los demás”.