Los santos se han referido de manera muy bella y profunda al término de la vida terrena de la Santísima Virgen María. En este caso, antes de hablar directamente de la asunción de la Virgen María, san Alfonso María de Ligorio señala tres cosas que hacen muy difícil nuestra muerte.
“Tres cosas principalmente hacen a la muerte triste y desconsoladora: el apego a las cosas de la tierra, el remordimiento de los pecados cometidos y la incertidumbre de la salvación. Pero la muerte de María no sólo estuvo exenta de estas amarguras, sino que fue acompañada de tres señaladísimos favores, que la trocaron en agradable y consoladora. Murió desprendida, como siempre había vivido, de los bienes de la tierra; murió con envidiable paz de conciencia; murió, finalmente, con la esperanza cierta de alcanzar la gloria eterna”.
En primer lugar, se refiere San Alfonso a la ambición de los bienes materiales que hacen más difícil nuestra muerte; vivir hasta el final ambicionando los bienes materiales. Esta dependencia y obsesión por las riquezas y las cosas de este mundo hacen más difícil la experiencia de la muerte, por estar aferrados a los bienes materiales.
En segundo lugar, el remordimiento por los pecados cometidos. Si de suyo la muerte es una experiencia dolorosa, el remordimiento hace muy difícil este trance: recordar cómo hemos vivido y los errores que hemos cometido, cuando no hemos sabido acudir de manera recurrente a la misericordia de Dios.
Cuando no se experimenta el abrazo de Dios, cuando no se acude a la gracia de Dios -que se nos concede en el sacramento-, qué doloroso puede ser este momento final. Cargar todos los días los propios pecados, sin tener ese espacio para confesar, soltar y declarar lo que ha pasado, de alguna forma aumenta el dolor y la soledad en el momento de la muerte.
Y, en tercer lugar, la incertidumbre por lo que va a venir. Qué pasa después de nuestra muerte, qué nos aguarda. El no tener la seguridad sobre este desenlace, especialmente cuando no hemos tenido una relación profunda con Dios. Aumenta la incertidumbre cuando no hemos sabido poner nuestra vida en las manos de Dios y cuando no hemos anhelado el cielo.
San Alfonso señala que María no tuvo que pasar por estas situaciones. Para la Madre de Jesús no era un problema estar aferrada a los bienes materiales. Así como fue pura en su concepción fue pura en su muerte, teniendo como único tesoro a Dios. Toda una vida dedicada a Dios y al misterio de la salvación, preservó a nuestra madre del poder del pecado y de la maldad que hay en el mundo.
Porque fue fiel y se mantuvo inconmovible en su fe y esperanza, también ansiaba el glorioso encuentro con su Hijo Jesús en el reino de los cielos.
Al meditar en la asunción de la Santísima Virgen María conviene reflexionar sobre nuestra actitud respecto de los bienes materiales, cómo afrontamos la experiencia del arrepentimiento y de qué forma vivimos anhelando la patria eterna. Que esto nos dé confianza sobre nuestro futuro, sobre el desenlace de nuestra vida, y no vivamos en la incertidumbre de lo que pasará con nosotros, si acaso no hemos tenido un trato íntimo y permanente con Dios a lo largo de la vida.
Por eso, los santos llegan a decir que María murió de amor. La “enfermedad” que acabó con la vida de la Virgen fue el amor. El haber llevado una vida dedicada al amor, el haber albergado en su corazón todo el amor de Dios que difundió y sigue difundiendo a todos nosotros, a quienes reconoce como sus hijos.
San Juan de la Cruzdice que las almas que viven una altísima experiencia de unión con Dios en esta vida no mueren de muerte natural, sino de un acto de purísimo amor, por el que se unen definitivamente con Cristo. A este respecto san Alfonso María de Ligorio dice que la Virgen María
«murió en el amor, a causa del amor y por amor».
Por su parte, sor María de Jesús de Ágreda, en su
Mística Ciudad de Dios, señala que:
«La enfermedad que le quitó la vida a María fue el amor, sin otro achaque ni accidente alguno». En la tradición ortodoxa se habla de la “dormición” de María: su muerte fue un pasar de este mundo al cielo sin miedo, violencia ni sobresaltos.
María entregó su vida en un dulcísimo sueño de amor, a la manera que un nardo que se consume expuesto al sol exhala por los aires su último aroma. Esas almas privilegiadas y puras, que llevan una vida apegada a su fe y convicciones, mueren con la paz en sus conciencias, en un acto purísimo de amor.
Por lo tanto, la fiesta de la Asunción de María al cielo nos invita a poner los ojos en la vida eterna, que es nuestro destino, nuestra patria verdadera, la meta de nuestras esperanzas.
En esta fiesta de María tengamos presentes a todos los hermanos que han muerto en este tiempo de pandemia y a los que han sido asesinados y desaparecidos en este terrible clima de violencia que sigue llenando de luto a tantas familias.
Seguimos recordando con tristeza y nostalgia cómo muchos de estos hermanos murieron sin el abrazo de los seres queridos, sin la cercanía de sus familiares y muchas veces incluso sin haberles celebrado sus exequias conforme a nuestras tradiciones.
Nuestra fe nos hace considerar cómo en el último momento de sus vidas, además de pensar en sus seres queridos, estos hermanos se encomendaron a Dios y pensaron en el cielo, donde nos encontraremos de nuevo. En ese momento recibieron el último llamado que se nos hace a la patria eterna.
Dios jamás nos deja a la deriva, nunca se desentiende de sus hijos y cuando estamos a punto de concluir nuestra peregrinación en este mundo nos hace el último llamado para regresar a Él, que nos espera en el reino de los cielos. María fue llevada en cuerpo y alma al cielo y nosotros esperamos algún día resucitar gloriosos para alcanzar la patria eterna.