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Sección: Vía Correo Electrónico

Ya se percibe el glorioso olor a “Pan de Muerto”

Jorge Salazar García 24/10/2022

alcalorpolitico.com


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“A veces el colibrí, a veces el cuervo,
a veces el tecolote, nos dice cuándo hemos de irnos.
Pero nosotros los mexica no morimos,
sólo cambiamos de casa, de cuerpo
Y cada año venimos aquí”
(Poema Náhuatl)





Se aproxima nuestra bellísima tradición de Días de Muertos. Los frutos de temporada con su multiplicidad de colores esparcen ya sus olores por doquier. En los mercados populares el olfato es invadido gratamente por la fragancia de la flor de cempoalxóchitl y los aromas de guayaba, durazno, calabaza, tejocote y plátano hacen lo propio. La gente elige la ofrenda para sus difuntos y en los puestos, llenos de algarabía, los vendedores atienden con diligencia pícara a sus marchantes. Los niños paladean golosinas, los adolescentes mensajean en su celular y algunos ayudan con las bolsas del mandado. Esta costumbre, declarada Obra Maestra del Patrimonio Cultural (Oral e Inmaterial) de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en 2003, continúa siendo una práctica viva a pesar del Halloween que sin cesar asedia su esencia humanista.

Antes de la conquista, esta celebración indígena, dada su concepción dualista de la existencia, era un festejo a la vida misma donde la alegría, la solemnidad y el respeto se combinaban para agradecer a los dioses los dones recibidos aquí en la Tierra. Parte del duelo consistía en ofrendar incienso, agua, pulque, tamales, flores de Xempazúchitl (1) en el altar, donde se colocaban objetos personales del difunto frente a un ídolo de piedra, madera o barro. Los muertos eran el canal de comunicación con los dioses. Igual que el viento, el Sol, el agua, los animales. Los espíritus servían de mensajeros. Al considerar la muerte un suceso natural, no un castigo, los pueblos prehispánicos suponían el retorno transitorio de las ánimas de los difuntos al mundo terrenal. Por lo tanto, había que recibirlos con ofrendas especiales, pues cuando ingresaran al inframundo intercederían por ellos ante el Dios de la Muerte (Mictlantecutli). Disponían de dos rituales mortuorios: el MiquiIlhuitl que ayudaba al difunto en su camino hacia el Mictlán, sitio destinado a quienes morían por enfermedad y el Miccailhuitontli dispuesto para conducir hacia el Tlalocan al espíritu de los muertos ahogados, fulminados por un rayo o motivo de guerra. Ninguno de los dos destinos era para expiar culpas. En ambos se privilegia el recuerdo sobre el olvido, conllevan un significado de reciprocidad y respeto que reafirma el papel social del individuo reforzando la cultura comunitaria. De este modo la muerte se convierte en una metáfora de la vida materializada en el altar.



Las calaveras

Si bien es cierto que fue el grabador e impresor Guadalupe Posadas que popularizó la representación chusca y crítica de personas (La Catrina) como esqueletos vivientes, tal hecho aparece registrado en los códices y en múltiples vestigios arqueológicos encontrados. Contrario a lo afirmado por los españoles, la costumbre de exhibir cráneos (Tzompantli) o restos óseos (Omítl) no tenía el propósito sanguinario, morboso o de crueldad atribuido, sino mostrar purificado ante los dioses al fallecido eliminando del cuerpo (a mano o con fuego) la sangre, carne y vísceras consideradas impurezas que debían alimentar la tierra, tal como ella lo hizo. Como calavera o esqueleto, la persona regresaba a formar parte de la estructura permanente del mundo, como piedras ocultas que sostienen lo blando.

El fraile franciscano Bernardino de Sahagún cita que los mexicanos poseían “un sentido y gusto muy acusado para dar solemnidad y gravedad a los momentos cruciales de la vida humana” (2) como nacer, estudiar, casarse, recibir una dignidad, sembrar, cosechar, hacer la guerra y por supuesto, el morir. Esta cosmovisión indígena, resultante de “su reflexión profunda acerca de la existencia que los lleva descubrir que todo está sometido al cambio” (3), comenzó a modificarse con la cosmovisión europea. Desde entonces la celebración de “Todos los Santos” del calendario católico se mezcla con los “Días de Muertos”. La Iglesia realiza misas en octubre y noviembre; unas, dedicadas a los “limbitos”, niños muertos al nacer o sin bautizar; otras, a quienes fallecieron de manera trágica o de enfermedad. El 1° de noviembre lo dedican a los “muertos chiquitos” y el día 2 de noviembre a los adultos. Mediante la misa del 31 de octubre enaltecen a los “mártires” caídos en su lucha por acabar con el paganismo no cristiano. En suma, los rituales mortuorios prehispánicos, que no pudieron ser eliminados aún con la espada, los fusionaron con los católicos igual que lo habían hecho los papas Gregorio IV y V en los siglos IX y X instituyendo el All Hallows' Eve (Víspera de Todos los Santos) para combatir el culto que los celtas rendían a la naturaleza.



Este es el origen de Halloween gringo que hoy se mezcla con nuestra tradición impregnándola de narcisismo, consumismo y superficialidad. Evidentemente no es fortuito que en los grandes centros comerciales se promociones más al Halloween (31 de octubre) que los Días de Muertos. La intención es sustituir la visión comunitaria por un enfoque mercantilista y lúdico. Es un hecho que los jóvenes prefieran organizar una “noche de brujas” disfrazándose de momias, vampiros, arañas, brujas, diablos, zombis,...) que una noche de calaveras. Sólo hasta la aparición de la película “Coco” (2017) una parte de la clase media retomó la costumbre de caracterizarse como calaveras y hacer desfiles. Las clases altas, generalmente, consideran que poner altares y ofrendas o visitar panteones es cosa de nacos. Prefieren el Halloween ignorando que éste fomenta el chantaje, el ocultismo y la superstición por provenir de una visión egocéntrica de la vida.

Con el Halloween, las grandes corporaciones sembraron su credo mercantilista en el alma de millones de mexicanos. Gracias a tres presidentes educados en Estados Unidos (Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Zedillo) lograron adaptar la educación al gusto de los norteamericanos. Sobre todo el beneficiario del asesinato de Colosio, Ernesto Zedillo, que siendo secretario de Educación puso las bases para eliminar del artículo 3º Constitucional su espíritu humanista y nacionalista. El respeto por nuestra cultura establecido en el inciso b, fracción II, en los hechos fue anulado. Han sido generosos con ese traidor: tiene empleo en CITIGRUP, la ONU y la Universidad de Yale; además, el gobierno yanqui le concedió inmunidad total por la masacre perpetrada en Acteal (1997) impidiendo fuera juzgado (2011) en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Este año lo propuso como candidato al premio nobel de economía. Su triunfo:

Volviendo al sincretismo indígena-cristiano es probable que el novenario católico se haya instituido para ocultar que aquí se utilizaban 9 días para preparar y acompañar a nuestros muertos por los nueve niveles existentes entre este y el mundo de los dioses. Actualmente las festividades incluyen tareas como el adorno de las tumbas, hacer altares sobre las lápidas y casas, esparcir pétalos de flor de cempasúchil (para alumbrar el camino a las almas), colocar velas, retratos y alimentos. Se elaboran canastitas y adornos con papel china picado, dulces de jamoncillo con la forma de cráneo. Se preparan los manjares otrora favoritos del difunto. Los preparativos se realizan con particular esmero, pues existe la creencia de que las ánimas pueden traer la prosperidad o evitar la desdicha.



Por cierto, una vez más, vestigios arqueológicos comprueban la concepción dualista indígena de la existencia. La semana pasada reporteros de La Jornada (Emir Olivares, Alonso Urrutia y Mónica Mateos-Vega) publicaron una nota informando el desenterramiento de una estela maya en la zona de Uxmal, Yucatán, que representa la vida y la muerte. De un lado tiene labrada una diosa femenina y del otro la masculina.

Bueno, mientras los renegados se hunden en la oquedad de su superficial existencia que con su pan Bimbo (chatarra) se lo coman. Nosotros, los nacos, orgullosos de lo nuestro, disfrutemos del glorioso “pan de muerto” cocido en leña y dejemos que sus formas mortuorias se diluyan en nuestra boca remojada con el exquisito chocolate calientito. Sobretodo, reunidos con la familia en una noche fría xalapeña. ¡Buen provecho!

Gocemos, oh amigos,
haya abrazos aquí.
Ahora andamos sobre la tierra florida.
Nadie hará terminar aquí
las flores y los cantos
ellos perduran en la casa de Dador de la vida
Ayocuan




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(1) De Sahagún Bernardino: Ibidem. pág. 288
(2) De Sahagún Bernardino (1499-1590): “El México Antiguo”. Editorial Pedro Robredo; México, 1938. pág. 40
(3) PORTILLA, Miguel León: “Los antiguos mexicanos a través de sus cantos y cantares”. Ed. FCE; México, 1961. pág. 172.