Eugenio se levantó temprano, se bañó y sacó del cajón del viejo ropero su disfraz para el carnaval. Se vistió un pantalón de mezclilla, su camiseta del América y sus tenis “naic” que le mando su hermano “el que está en el otro lado” porque en Coyolillo no hay dónde trabajar.
De una reja de tomates, donde le guardan su ropa, sacó dos máscaras; una era de Octagón y la otra del Chuky. Se puso la del Chuky, pero cuando se vio en el pedazo de espejo que todavía colgaba del ropero, se dijo: “No manches, mejor me pongo la de Octagón”.
Culminó su ritual colocándose encima la capa de retazos de tela de colores que le hizo su abuela, del que siempre pensó, (pero no se lo dijo) se parecía al mantel de plástico de la única mesa que tenían. Ya disfrazado, salió de su casa y fue corriendo llevando en la mano la mascará del Chuky para prestársela a Roque quien también participaría en la espectacular comparsa de los negros, la gran atracción del carnaval de Coyolillo, cuyas raíces afromestizas, aún se encuentran en los rasgos de negritud de sus pobladores, de su tradiciones, sus danzas y su comida, una cultura si no ignorada, sí menospreciada en su propia tierra.
Y es que los pobladores de Coyolillo aseguran que el color de su piel es motivo de desdén de sus vecinos los güeros de Alto Lucero y Mesa de Guadalupe. “Nos ponen cara de fuchi y se enojan si nos subimos al camión”.
Pero en este carnaval, los hombres se liberan de toda discriminación al continuar con la tradición de la danza de los negros, como lo hicieran sus antepasados que disfrazados con máscaras de toros y venados, bailaban y gritaban para olvidar su condición de esclavos y sentir un poco de libertad, según cuenta, Octavio López Zaragoza, el más famoso artesano de máscaras zoomnorfas a quien su padre (Bartolo, el más viejo del pueblo) fue la única herencia que le dejó.
Tampoco sabe a ciencia cierta por qué los rasgos físicos, color de piel, el tipo de pelo, boca y nariz de la gran mayoría de los habitantes de Coyolillo, es diferente a la de otras personas que viven en los pueblos contiguos. Ha escuchado que ellos son los últimos descendientes de esclavos africanos traídos a tierras americanas por los españoles durante los siglos XVI y XVII para trabajar en las haciendas azucareras asentadas en La Concepción, El Rosario y Almolonga.
Lo que sí sabe es que ellos son los negros de Coyolillo, marginados no sólo en su tierra por su piel, sino también en el vecino país del norte, a donde cada vez emigran ya no sólo los jóvenes, sino también los viejos, aquellos que se dieron cuenta que ni haciendo las artesanales máscaras de bueyes y toros, ni sembrando tomate, maiz y frijol en tierras rentadas, podrán alcanzar un mejor ingreso.
Sin embargo, esto no es motivo de tragedia, por el contrario, Coyolillo es una lugar de fiestas, donde su gente ofrece agua frescas y comida a todos los visitantes y los sienta a una mesa llena de viandas por el sólo hecho de acompañarlos a disfrutar sus festejos hoy amenizados con música de reggaeton, rap, las máscaras de Octagón y de todos los luchadores de la Triple A.