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Columnas y artículos de opinión
Hemisferios
Tierra de déspotas
Rebeca Ramos Rella
21 de mayo de 2013
alcalorpolitico.com
Tanto sonó, que hasta los dos principales diarios de nuestro vecino norteño, dedicaron unos párrafos al tema de la nefasta hija del ex Procurador Federal del Consumidor. El más lapidario, fue The New York Times, que entre otras palabras, analizó lo que es de dominio público, parte de la mexicanidad, la costumbre innata de los mexicanos por recurrir al desplante prepotente, a la acepción de superioridad y por tanto, a la reiteración discriminatoria de que en México, no todos somos iguales.
 
Publicó el prestigiado diario: la hija del servidor público “hizo simplemente lo que muchos mexicanos ricos y con conexiones han hecho: usar sus influencias”. Y peor, en la comparativa criticó la reacción gubernamental: “los asesinatos en México son rutinariamente ignorados por las autoridades y cada vez más por los altos funcionarios que prefieren hablar de otros temas. Pero este caso, aparentemente, ha tenido la capacidad para encender la ira pública”.
 
Dos sucesos que evidencian por un lado la veta racista, déspota, autoritaria de una clase privilegiada hacia los mexicanos promedio, “los asalariados”, “los nacos”, “la prole”, como nos denominan al resto, que no se mueve en esas altas y exclusivas esferas sociales y de poder económico y político. Por otra parte, estos dramas desnudan la aún latente impunidad, cierta complacencia, la conveniente indiferencia de los órdenes de gobierno, ante delitos y crímenes graves, que dañan al tejido social, a la confianza ciudadana en las instituciones y en servidores públicos.
 

El episodio de la muchachita extraviada en su soberbia y muy sobredimensionada por el último puestazo de su papi, que además nada tiene de Lady, por cierto, es uno de varios que las redes sociales nos han enterado y han difundido sagazmente. Cómo olvidar a las otras patéticas, ni en sueños “damas” de Polanco, agrediendo, insultando y amenazando a policías, en un espectáculo indigno y muy subido de alcohol; el siguiente reciente, el de la conductora del Porsche negro estrellado y asesina de una inocente trabajadora que, a las 7 de la mañana, iba a trabajar cuando aquella aplanaba calles, muy borracha pero muy lúcida, para amedrentar a los policías con su ridículo grito: ”Soy familiar de Alfa 3”, hasta hoy, la súper palanca desconocida. Pero salió el peine. La engreída tiene novio clonador y fraudulento; antecedentes penales y ahora una condena por homicidio calificado. ¿De qué supremacía –que no fuera conducir un auto de lujo-, se jactaría esta criminal?
 
Sin duda, estos eventos revelan que somos una sociedad hipócritamente clasista, bastante racista, acostumbrada a ser excluyente y aún cínica, pues por un lado coincidimos en que no debe haber mexicanos de primera ni de segunda ni tercera y a la vez, en exabruptos irracionales y groseros, nos encargamos de marcar la diferencia a partir de una ostentación ridícula del dinero que tenemos o ganamos; del poder adquisitivo; de la posición social y económica; del poder político, de las influencias, los conectes, los padrinos o madrinas, los conocidos y los familiares empoderados en cualquier ámbito y sólo por eso, muchos piensan que pueden pisotear la dignidad humana de cualquiera que viva o sobreviva, desde un estrato socioeconómico menos favorecido, en este país de desigualdades. Un país en donde quizá las elites, no quisieran que se diluyeran.
 
También consentimos que legisladores y autoridades de alto nivel, cuenten con un blindaje legal que se denomina “fuero constitucional”, que los transforma en seres intocables, inaccesibles, inabordables, elevados a una cumbre invisible que se ve y se siente cuando, en el uso y del abuso del agravio, los envuelve en un manto protector por la ley, que los hace invulnerables a cualquier proceso judicial, aún y tengan y se compruebe su culpa, delito y responsabilidad.
 

Así un legislador local portaba cientos de balas, en su vehículo, pero hubieron de soltarlo pues tenía “fuero”. El colmo, negó traer ese arsenal en su cajuela. ¿No es acaso ese fuero algo que diferencia y otorga supremacía ante la ley, a unos mexicanos sobre otros?
 
Así, en ese velo de impunidad, un fanfarrón ex gobernador, culpa al exceso de alcohol, en su desesperada perorata ante interlocutor, para sorprenderlo y restregarle que “sus zapatos son los primos de los de él”, pues los suyos cuestan miles de dólares más. Lo burdo es lo que asquea en un gobernante que se dolía de las inundaciones en su tierra y se quejaba de la falta de recursos para obras hídricas preventivas, pero acumulaba, según sus propias revelaciones agrias de presunción, un guardarropa extenso, caro y exclusivo para gente como él.
 
Así, los gustitos de la dictadora sindical apresada eran vomitivos para la precariedad y esfuerzo sin recompensa, de millones que apenas calzan, comen, compran y viven de lo que pueden, para alternar en esta sociedad dispareja, segregacionista, farsante y de muy baja autoestima.
 

Y esta es la cuestión que los expertos han analizado. En el fondo la sociedad mexicana carece de estima propia; nos invade la inseguridad, la desconfianza y la transa; el derrotismo, la mediocridad; estamos cincelados en la cultura del “ya merito”; en la justificación de hacerlo todo “a la mexicana”, es decir mal hecho, improvisado, al trancazo, al vaporazo sin profesionalismo, ni excelencia, ni calidad.
 
Nos dejamos llevar por los patrones y estereotipos que ideamos en nuestro cerebro como lo más parecido a las costumbres del norte desarrollado, poderoso y triunfador. Nos aplastan el ego colectivo, la credibilidad individual, el orgullo nacionalista, la certeza de que podemos ser los mejores. Es más sencillo culpar a otros de lo que no nos esforzamos por alcanzar; es más fácil aceptar que somos medianos, ante los estadunidenses y ante todo lo que es extranjero, que muchos asumen, es mejor que lo nuestro. En esa confusión, devaluamos lo que somos, lo que hemos heredado, lo que tenemos y lo que podemos conquistar y vencer.
 
Ante la falta de fortaleza y de unidad como nación, que sólo sobresale cuando juega la selección de futbol y gana; cuando hay que dar El Grito y recordar nuestra Independencia Nacional; cuando nos hieren afuera y nos critican o nos humillan, es cotidiano, hasta natural que se recurra a la soberbia, a la prepotencia, a la amenaza vociferada del “no sabes con quien tratas”…”no sabes quién soy…jodido…mañana te quedas sin trabajo…”
 

El fenómeno de la transculturación ha sido superado por el acceso al internet, que abre y acerca el mundo a nosotros y en ese universo de información y conocimiento, se nos expande la posibilidad de comparar. Pero el uso de las nuevas tecnologías ha abonado a cimentar esas diferencias, pues no todos tienen esa posibilidad ni acceso. Tener dinero o familia pudiente; poseer un celular, hablar inglés, viajar o estudiar en el exterior, daban estatus; ahora tener red es el distintivo. No obstante la conducta de asumir supremacía sobre otros, es parte de nuestra idiosincrasia, aunque denote, lo contrario: el angustioso acto de sellar la desigualdad.
 
En la paradoja, sabemos que somos un país con grandes riquezas; con envidiables acervos históricos, culturales, naturales, artísticos. A veces nos hincha de emoción nuestra identidad nacional, la virgen, el mariachi y el tequila; en ocasiones se nos estruja la conciencia y prestos, de forma espontánea, nos brota lo humano y humilde y muy fraternos, ayudamos al que cae en desgracia por el huracán, el terremoto, el incendio, el choque, la tragedia; pero aún y así, no nos consideramos como personas iguales, aunque ante la ley, lo seamos.
 
Uno de los grandes y graves lastres del sistema y del régimen político que no muere, que aún respira en coma; que subsiste en los círculos más arrogantes de la sociedad mexicana, es que el autoritarismo, la petulancia, la discriminación, el nepotismo, las desigualdades sociales, nos han enfermado, nos han vuelto una tierra de déspotas.
 

No se requiere enterarse de sucesos escandalosos como los mencionados para darnos cuenta de esto. Siempre, en el lugar de trabajo; en la calle, en las oficinas, en la fábrica, en la empresa; en todo lugar donde se departe con otros, es común encontrar a la o, a el o, a los prepotentes; que se ganaron un lugar o un privilegio, porque alguien de “arriba” los recomendó o los respalda; porque su familia o parientes “tienen dinero, poder, influencias”; porque pagan favores “extraordinarios o extraoficiales”; porque es el junior o la hijita o sobrina o la novia, amante o compadre de alguien “muy bien parado”; o simplemente porque tienen otro color de piel o ascendencia foránea. Es la cantaleta diaria: siempre habrá un arbitrario o una presumida ofensiva, que se sienta superior al resto y lo hará manifiesto con estas singulares conductas ridículas y habrá muchos que se la crean, que se hundan, aguanten y se callen.
 
Lo que hemos de subrayar, es que este conjunto de agresiones a la dignidad humana, engendran resentimiento social; encono; odio; venganza, crueldad, crimen; conductas delictivas, violentas y revanchistas. No nos sorprendan lo sicarios adolescentes y los matones y traficantes jóvenes, que desde su escasez económica, desde su atascamiento sin oportunidades y con su gran rencor contra “la gente bien”, sean capaces de secuestrar, mutilar, torturar, matar, sin escrúpulos, sin remordimientos.
 
Así, que la discriminación, también crea la corrupción, nace la violencia y perpetúa la impunidad y estos flagelos tienen un origen común: la preponderancia de la desigualdad en todas sus caras: desde la pobreza multidimensional de millones, hasta los gritos arrogantes, que denigran y dividen a unos contra otros.
 

Hay que cambiar esa concepción sociocultural, acendrada en la cotidianeidad de la convivencia social, porque sigue siendo un hábito riesgoso, que fractura y confronta.
 
La educación, la democracia, la tolerancia, la promoción de valores sociales y éticos, deben corregir y modificar las bases conceptuales de nuestra forma de relacionarnos y llevarnos al respeto con inclusión, porque son la porción sustancial de la transformación del sistema político, económico y social, que en la realidad, continúa fomentando toda forma de discriminación, como bandera de supervivencia.
 
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