Gustosos y de manera espontánea celebramos nuestro cumpleaños. Nuestro amigos y familiares, con sus detalles y felicitaciones, aumentan la emoción para reconocer que la vida es una bendición y que hay que agradecer este inmenso don que se nos ha dado, pues está clarísimo que viene de lo alto.
Junto con el cumpleaños, los cristianos también celebramos el día de nuestro santo y el día de nuestro bautismo, que es para nosotros el segundo y definitivo nacimiento que nos hace añorar el cielo que es la patria eterna. La fe aumenta los motivos de celebración y la fiesta de la Inmaculada, por lo menos, nos hace percibir los dones que queremos alcanzar y recuperar, después de los estragos que ha provocado en nuestra vida el pecado original.
También los creyentes experimentamos rebeldía y resistencias para aceptar la realidad del pecado original. La sensibilidad moderna nos ha llevado al punto del escándalo al reaccionar airadamente contra esta doctrina que solemos descalificar diciendo: ¿Por qué tengo que padecer las consecuencias de los errores de nuestros primeros padres? Yo no tuve nada que ver en ese asunto, ¿Por qué, pues, repercute en mí? ¿Cómo es posible que una falta originaria haya afectado en su raíz a todo el género humano?
La experiencia de la vida va moderando poco a poco esta actitud y nos lleva a superar esta resistencia, al constatar en nuestro pasado reciente y remoto cómo los errores de otros llegan a repercutir negativamente a nivel personal, familiar y colectivo.
Pero la revelación cristiana ofrece otros criterios para superar la resistencia que provoca el misterio del pecado original. Podemos señalar por lo menos tres criterios. En primer lugar, la experiencia de la nostalgia. Vivimos con una sensación inexplicable de haber perdido algo que era esencial en nuestra vida. Siempre estamos en la añoranza de lo mejor y de la felicidad, como si se tratara de algo que teníamos y lo llegamos a perder.
Decía don Luigi Giussani que: “La nostalgia es justamente el sentimiento de un bien ausente”. Y Chesterton afirmaba que: “Todos somos reyes en el exilio”. Añoramos lo que hemos perdido. Vivimos con esa sensación de pérdida, soñando en aquello que formaba parte de nuestra vida.
En segundo lugar, a través del misterio pascual intuimos todo lo que perdimos. La muerte y resurrección de Jesucristo nos han restituido todo lo que el pecado nos arrebató. Si bien el principio nos parece oscuro e impenetrable, al irnos al final, al misterio pascual de Jesucristo, encontramos la luz respecto de nuestra situación. Por eso los teólogos dirán que la protología se esclarece en la escatología.
En tercer lugar, al contemplar a María en su Inmaculada Concepción podemos reconocer todo lo que nos falta y que forma parte de nuestra esperanza. San Agustín dice que hay dos modos de redimir: uno, levantando a quien ya cayó en pecado, y otro, evitando que la persona caiga en pecado. Pues a María el Señor la redimió de este modo superior al otro: la libró de toda mancha y de caer en pecado.
Por su parte, san Anselmo lo plantea de esta manera: «¿Pudo Dios preservar a ciertos ángeles de toda mancha de pecado, y no podía preservar a su propia Madre? ¿Pudo Dios crear a Eva sin mancha de pecado y no iba a poder crear el alma de María sin esa mancha? Y si pudo hacerlo y le convenía hacerlo, ¿por qué no iba a hacerlo?»
Y San Josemaría Escrivá lo explica de manera muy bella afirmando: «¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el mismo Amor, su poder realizó todo su querer».
Nosotros no somos inmaculados, somos plenamente conscientes de nuestra realidad y de nuestra inclinación al pecado. Por eso, necesitamos sujetar la mano bondadosa de Dios que siempre viene a levantarnos de nuestros pecados.
Benedicto XVI afirma: «María nos dice que, por bajo que pueda caer el hombre, nunca es demasiado bajo para Dios, que descendió a los infiernos; por desviado que esté nuestro corazón, Dios es siempre ‘mayor que nuestro corazón’ (1Jn 3,20). El aliento apacible de la gracia puede desvanecer las nubes más sombrías y hacer la vida bella y rica de significado hasta en las situaciones más inhumanas».
Por lo tanto, Cristo nos restituyó lo que habíamos perdido: perdonando el pecado, entregándonos la amistad con su Padre, donándonos la filiación divina adoptiva, permitiéndonos alcanzar el cielo y la inmortalidad definitiva.
Por ser la madre del salvador, a María Santísima Dios la hizo de manera especial y la constituyó como la Inmaculada y la llena de gracia. Dios también a nosotros nos ama gratuitamente, eso es lo que nos anuncia la Virgen María. Y por medio de la gracia nos ayuda a superar la inclinación al pecado, aspirando a una vida de santidad. Dios no nos ama porque seamos santos, sino para que lo seamos ya que su amor siempre es gratuito.