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Columnas y artículos de opinión
De Interés Público
Protesta social y estado de derecho
Emilio Cárdenas Escobosa
14 de octubre de 2013
alcalorpolitico.com
Nadie es, si se prohíbe que otros sean
Paulo Freire
 
Vivir en un estado de derecho implica que nada ni nadie está al margen del imperio de la ley. Es la máxima de la convivencia civilizada y pacífica de cualquier colectividad. Sin él, habitamos la selva, a merced del más fuerte, de quien pueda imponer con violencia o infundiendo temor sus designios. El proceso civilizatorio nos ha mostrado la manera en que las sociedades hemos construido durante siglos formas de organización que evitan esto, que han dado lugar a estructuras de gobierno y a andamiajes legales que los sustentan y que tienen la potestad de someter al orden a quienes lo quebrantan mediante el uso legítimo de la fuerza.
 
La teoría constitucional y política nos ha enseñado, a través de grandes pensadores, juristas, politólogos y filósofos, que el consentimiento de los ciudadanos para sujetarse a reglas y a deberes es fundamental para que funcione el sistema jurídico y las formas de organización política. Pero el consentimiento ciudadano, la decisión de obedecer normas de convivencia, no implica en modo alguno que quienes gobiernan puedan hacerlo a su libre albedrio, sin sujetarse ellos también, y en primerísimo lugar, si de predicar con el ejemplo se trata, al imperio de la ley, a la preeminencia del interés público por sobre intereses privados, de grupo, de ideología, partido o cofradía. La ley nos iguala a todos, gobernantes y gobernados. Si todos la respetamos, entonces sí podemos decir sin ambages que vivimos en un estado de derecho.

 
Si eso no existe, si se ve la defensa del estado de derecho como coartada o justificación para el mantenimiento del estado de cosas, para evitar la interpelación del ciudadano, obviar la búsqueda del consenso y con ella de la legitimidad del accionar público, entonces se evapora el sentido del concepto y se diluye como elemento de cohesión social y fortaleza institucional. Se convierte entonces en alegato para inmovilizar y, lo peor, en el extremo, en excusa para el uso de la fuerza, manifestación inequívoca del fracaso del diálogo y de la capacidad para construir acuerdos. Es la derrota de la política.
 
Cuestionar el estado de derecho, que es decir el estado de cosas, implica luchar cuesta arriba y requiere grandes dosis de inteligencia y estrategia política. Porque la debacle del diálogo se explica también en la radicalización del otro, en la cerrazón de quien defiende causas ciudadanas, gremiales o de grupo, en la elevación de creencias en dogmas, en convertir en anatema la disposición a sentarse a buscar acuerdos. Y esas posiciones, duras, entendibles a veces ante la cerrazón y soberbia oficiales, ante el aparato mediático que sataniza al rebelde, en lugar de cubrir de heroicidad a quienes las mantienen, dotan, paradójicamente, de legitimidad a las decisiones gubernamentales de utilizar la “violencia legítima” para resolver los conflictos.
 
Porque en la protesta callejera, en las movilizaciones, en las marchas, por más justas que nos puedan parecer, las afectaciones a terceros son inevitables y con ello las reivindicaciones entran en terreno minado: azuzados por el aparato mediático al servicio del poder, muchos ciudadanos criminalizan al que alza la voz, se le lanzan descalificaciones, lo convierten en objeto de burlas y desprecio, especialmente de quienes se ven afectados por sus protestas; sean los que sufren problemas de tráfico, de pérdidas económicas por los bloqueos, o, aquellos que viven cómodamente instalados en su zona de conformismo y confort, que los satanizan porque llegan tarde al cine o se ven imposibilitados de ir a pasear o de compras a la plaza comercial de su preferencia. Y esto es particularmente visible en una sociedad mayoritariamente conservadora, apática, desinformada y maleable como la nuestra.

 
Eso es lo que hemos visto en todo el país y en nuestro estado en la lucha que protagoniza el movimiento magisterial en contra de la reforma educativa en las semanas que corren; como lo hemos atestiguado en otras movilizaciones realizadas por diversas organizaciones del campo y de la ciudad. Pero la pregunta inevitable es si los que protestan lo hacen por gusto, exhibicionismo o por el simple afán de desquiciar las ciudades. Es obvio que se expresan, por lo general, cuando no encuentran respuestas a sus demandas por parte de los gobiernos, cuando ven afectados sus derechos por decisiones de las administraciones públicas, cuando se adultera la voluntad popular en elecciones fraudulentas, cuando desde los congresos se legisla por consigna para amoldar la ley al interés del partido que gobierna o del mandatario federal o estatal en turno. Se movilizan, pues, cuando la cerrazón y los oídos sordos a sus reivindicaciones no les dejan otro camino. Así se simple.
 
Se convierte a quien se moviliza, a los ojos del poder y de una gran masa de ciudadanos sin mayor información, en “vándalos”, en grupos u organizaciones que se ubican al margen del estado de derecho por las alteraciones al “orden” público y los daños y afectaciones a terceras personas que provocan. Entonces desde el gobierno se les conmina al diálogo y a la negociación, se les ofrecen soluciones aparentemente inmediatas y se firman minutas, actas y supuestos compromisos para desactivar la protesta.
 
Pero el problema es cuando los acuerdos no se cumplen o en las mesas de diálogo solo se busca cooptar a los líderes para postergar la atención a los problemas o mandar mensajes a la opinión pública de un pretendido control político y voluntad negociadora del gobierno. La fórmula ha funcionado muchas veces, pero en temas más complejos, justamente los que están en la agenda de la política nacional en estos momentos, cuya atención tiene raíces estructurales o la resolución recae en la órbita de la federación, como en el caso del conflicto magisterial, la salida tradicional no desactiva las protestas y el tratar de resolverlo con reuniones que no van a generar resultados concretos, da por resultado que el remedio salga peor que la enfermedad: los inconformes se sienten burlados, radicalizan sus protestas y el único diálogo que puede ofrecérseles entonces es con la fuerza pública.

 
Eso sí: se recupera el “orden”, se preserva el “estado de derecho”, se salvaguarda el libre tránsito, se liberan plazas o edificios públicos tomados o cercados por los inconformes, pero los problemas y las demandas siguen sin resolverse.
 
Porque desde luego que las expresiones de protesta de los ciudadanos y sus organizaciones afectan a terceros. Pero ¿no van acaso también contra terceros muchas de las decisiones y acciones desde el poder? ¿No se afecta a muchos, muchísimos, con decisiones de política económica, expresada, por citar un ejemplo, con el alza semanal del precio de la gasolina, o del gas o del diesel? ¿No es lesivo para terceros, el endeudamiento desorbitante que compromete las haciendas públicas o el quebranto y el daño patrimonial que ha causado el larguísimo historial de corrupción desde el poder? ¿No daña a las mayorías la impunidad campante de la clase política, los acuerdos cupulares, los negocios al amparo del poder, las fortunas mal habidas, el enriquecimiento explicable de políticos, legisladores, ediles, dirigentes partidistas, líderes sindicales y los personajes empoderados que usted quiera enlistar?
 
¿Y cómo exigirle al poderoso, a la clase política, a los líderes venales, a los firmantes del Pacto por México, a los gobernantes de todos colores, que se preserve en esos casos el estado de derecho, que se erradique la corrupción y la impunidad instalada en la vida pública? Les debemos demandar, desde luego, que todos sus actos se enmarquen también en la vigencia plena de la ley y que sus decisiones se orienten al beneficio de las mayorías. Pero ¿cómo hacerlo?

 
De arriba hacia abajo sí se puede “salvaguardar el estado de derecho”, y ahí está en última instancia el uso de la fuerza pública para quien no entienda; pero desde el ciudadano hacia la punta de la pirámide prácticamente no hay forma, aun con la posibilidad del voto en cada elección, como ha quedado de manifiesto en innumerables comicios donde se trampea la voluntad popular.
 
¿Qué hacer? ¿Quedarse en casa, quejarse en lo bajito, resignarse, usar las redes sociales como catarsis, prender la televisión y cooperar con el Teletón? Ese es el quid de la cuestión.
 
Solo en la medida en que el ciudadano se organice, se informe, exija, se movilice, será posible transformar el estado de cosas o poner límites a decisiones lesivas al interés general. No es gratuito que se diera marcha atrás a la decisión ya tomada por el gobierno federal de imponer el IVA a alimentos y medicinas, que se eliminase la propuesta de aplicar ese impuesto a las colegiaturas, que en el Congreso de la Unión se lo estén pensando mejor para aprobar en sus términos la propuesta de reforma fiscal vistas las múltiples expresiones de rechazo. Y seguramente, vista también la escalada de protestas de los maestros en todo el país, estarán analizando con pinzas los contenidos de la reforma energética y de la reforma política próximas a discutirse.

 
Aunque se espanten las buenas conciencias, he ahí la fuerza, la necesidad y la transcendencia de la movilización y la protesta social. Si en todos los cambios que han experimentado las sociedades en todos los tiempos y en todas las latitudes se hubiera cuidado no incomodar a nadie, seguiríamos viviendo en cavernas. La historia -nos recordaba ese gran mexicano que fue don Jesús Reyes Heroles- es una hazaña de la inconformidad.
 
Nadie se salva solo, nadie salva a nadie, nos salvamos en comunidad, decía el pedagogo brasileño Paulo Freire. Y nunca, palabra por palabra, es más cierto que ahora.
 
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