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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Creer o no creer y la fábrica de mentiras
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
27 de abril de 2017
alcalorpolitico.com
Saber, opinar y creer son conceptos muy distintos. Saber es tener un conocimiento cierto basado en hechos comprobados o por lo menos comprobables. Opinar, decía el filósofo Platón, es un conocimiento superficial y falible, y creer es tener un conocimiento basado en el testimonio de alguien. El mayor o menor acercamiento a la verdad va a depender de las pruebas que se tengan. En el caso del saber, por la verificación en que se fundamente. En el caso de las creencias, por el valor y veracidad del testigo, por su calidad de fidedigno. En la opinión, el riesgo de errar es máximo por introducir juicios de valor.
 
Esto viene a cuento por la discusión acerca de la recientemente aprobada reforma a la Ley Federal de Telecomunicaciones. En el artículo 256 se establece que es un derecho de telespectadores y radioescuchas «que se diferencie con claridad la información noticiosa de la opinión de quien la presenta». Los dueños de las televisoras y radiodifusoras argumentaron que eso era violar la libertad de expresión. Por supuesto, tanto la presidencia de la república como el senado y la Comisión de Radio y Televisión de la Cámara de diputados estuvieron de acuerdo con ellos y esta última aprobó la reforma respectiva, aboliendo otros nueve derechos más de las audiencias.
 
¿Importa algo esto? En los cursos de periodismo siempre se insistió que una cosa era una noticia y otra un artículo de opinión y una editorial. Se decía que la noticia tenía que ser fiel a los hechos o, en todo caso, a lo expresado por alguien. Es decir, debía omitirse cualquier opinión del reportero o del medio de comunicación en sí, y esta se reservaría para otros géneros periodísticos. Los latinos decían: res non verba, ‘hechos, no palabras’.
 

Allá, por los años setentas, se empezó a discutir esta regla y algunos reporteros, por ejemplo, del periódico Excélsior, El periódico que informa(ba) y forma(ba) opinión), de Julio Scherer García, se atrevieron a introducir algunos juicios de valor en sus notas. Recordamos, por ejemplo, los extraordinarios reportajes de Ángel Trinidad Ferreira.
Pero vino la crisis del periodismo escrito y el auge de los noticiarios televisivos y radiofónicos (eran los tiempos en que un noticiero (locutor) de televisa reproducía fiel y servilmente los mandatos comunicativos del gobierno y manipuló a placer a la opinión pública, sin importar el irremediable daño que ocasionó).
 
Según una encuesta de la empresa Parametría, «Los medios de comunicación tradicionales como la radio, televisión y periódicos presentan niveles históricos de desconfianza entre la ciudadanía… En enero de este año sólo 19% de los encuestados afirmó tener mucha o algo de confianza en los periódicos; el 18% dijo confiar en los noticieros de radio y 17% en los noticieros de televisión. Es decir, ocho de cada diez mexicanos desconfía de estas fuentes de información. Los datos resultan relevantes sobre todo al tomar en cuenta que la confianza de los mexicanos en los medios tradicionales de comunicación era muy alta. Hace 15 años cuando Parametría inició esta pregunta, el 70% de los mexicanos confiaba en los noticieros de televisión, 64% en los programas de noticias de la radio y 58% en los periódicos». (http://www.parametria.com.mx/carta_parametrica.php?cp=4946).
 
Ahora, cuando los noticiarios de radio y televisión han caído en tal descrédito que es escaso el número de sus audiencias que les confían, sus productores y locutores han favorecido una mezcla inseparable de hechos y opiniones, a tal grado que esos programas de noticias se han convertido en un morboso espectáculo mediático en el que la verdad escasea, los hechos son mínimos y sobreabundan los dichos, comentarios e interpretaciones de los comunicadores y, más particularmente, de sus patrones.

 
Esto ha favorecido un fenómeno curioso que ha merecido la invención de una palabreja híbrida: la posverdad. Un neologismo bastante forzado que trata de significar que los hechos objetivos (perdón por la redundancia) no tienen mayor valor y son los llamados a las emociones y a las creencias los que tienen la máxima importancia, pues de lo que se trata es de conformar y modelar (manipular) una opinión pública que sepa poco de lo que en realidad sucede y, en cambio, crea mucho y a ciegas en lo que el pregonero oficialista le está dictando y, desgraciadamente, sin analizar su grado de confiabilidad. Esto, como señala el articulista Carlos Fazio en «La guerra mediática y la posverdad», «nos conduce al arte de la desinformación. Al uso de la propaganda como una tentativa de ejercer influencia en la opinión y en la conducta de la sociedad, de manera que las personas adopten una opinión y una conducta predeterminadas; se trata de incitar o provocar emociones, positivas o negativas, para conformar la voluntad de la población»
 (http://www.jornada.unam.mx/2017/03/13/opinion/018a1pol).
 
Un mundo previsto por George Orwell en su terrorífica novela 1984.
 

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