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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
El estoicismo nos hace mejores personas
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
3 de febrero de 2022
alcalorpolitico.com
«A menudo tenemos más miedo que dolor; y sufrimos más en la imaginación que en la realidad» (Séneca).
 
Entre los filósofos que surgieron en Grecia, allá por el siglo IV a.C., está el chipriota Zenón de Citio, quien inició el Estoicismo, una doctrina y una «escuela» que, aún hoy, sigue siendo fuente de inspiración para muchos. Tuvo muchos discípulos, pero los que más destacaron fueron, el cordobés Lucio Anneo Séneca (4 a. C.- 65 d. C.), maestro de Nerón, quien le ordenó suicidarse; Epicteto (55-135 d.C.), primero esclavo, luego liberto y finalmente filósofo y maestro, y el emperador romano Marco Aurelio (121-181 d.C.)
 
De ellos, en síntesis, procede la filosofía estoica, escuela que sigue siendo considerada la opuesta al epicureísmo, pero con la que tiene algunos puntos de encuentro.
 

Los estoicos se llamaban así porque Zenón, a diferencia de los epicúreos que se reunían en jardines, él usaba el pórtico (stoá) de columnas ateniense, decorado por Polignoto de Tasos.
 
No es una filosofía masoquista, como muchos la pintan. Su pensamiento tiene cimientos lógicos, metafísicos y éticos. Por principio, los estoicos entendían, siguiendo la doctrina de Heráclito (Panta rei, ‘Todo cambia’), que la naturaleza es enteramente material, corpórea y cambiante. Incluso lo espiritual no es sino una materia «muy sutil». Las cosas están en continua mutación (¡y no conocían los virus!), pero no de forma azarosa, sino todo regido por un principio fundamental: el Logos, la «Razón Universal», poder creador vital y ley necesaria.
 
De esta concepción de la naturaleza, los estoicos derivan su Lógica, su Teoría del conocimiento y su Ética. En su Lógica, fueron los primeros en darle una formulación simbólica y elaborar los conectivos sentenciales y los esquemas de inferencia, que felizmente pueden recordar los estudiantes: conjunción, negación, disyunción, implicación y equivalencia, y Modus Ponendo Ponens, etc. En su teoría del conocimiento, los estoicos sostienen que, siendo todo material, el único conocimiento válido y cierto se obtiene por los sentidos. De ahí surge una representación o imagen, de la cual, si es aceptada por nosotros, aparece el conocimiento.
 

De estos principios parten para llegar a lo que verdaderamente les interesa: la ética, es decir, esta filosofía «práctica» que el hombre tanto necesita, especialmente en los periodos más conflictivos de su existencia: desastres, guerras, pandemias (¡!), gobiernos antidemocráticos...
 
Grecia había entrado en un estado crítico, provocado no solo por los continuos enfrentamientos entre las diversas «polis», sino por las crisis internas de estas mismas ciudades-estado, en que se discutía acaloradamente la mejor o más conveniente forma de gobierno y la más adecuada forma de llevar la existencia humana o, para los más inquietos, la forma de alcanzar la felicidad en esta vida.
 
Los epicúreos recorrían las calles pregonando un modo de vida centrado en el principio de alcanzar el mayor placer con el mínimo dolor. Aunque su fundador, Epicuro, recomendaba un control de los deseos y las pasiones, había (y hay) quienes se quedan con la primera parte y soslayan lo referente al control. De ahí que los estoicos se consideren el polo opuesto, pero aun esto se debe matizar. Y así llegamos a la ética estoica, que es una aplicación a la conducta humana de los principios anteriormente descritos: las teorías del conocimiento y de la naturaleza.
 

Al ser todo de naturaleza material, el alma es una «agregación de fuego y aire». De su lado sensible proceden los instintos que son automáticos y espontáneos. Por ello, el instinto es un padecer, un afecto, una pasión. Pero hay en ella un algo de racional que se compenetra con todo el cuerpo formando una unidad. Ese algo es lo que debe regir en el hombre.
 
Solo si la parte racional del alma logra imponerse, el hombre podrá controlar sus instintos, y de ahí surge la voluntad, la razón práctica. Cuando falla la parte rectora del alma, el instinto se desboca, el apetito queda abandonado a sí mismo, surge la «ilusión», y de ahí la falsedad, el dolor, el temor, el deseo y el placer, todas ellas «contorsiones de la razón». Así, el dolor es una ilusión espontánea ante cualquier mal: enfermedad, muerte, etc.; el placer, una ilusión ante un bien. Por ello, el hombre debe, en primer lugar, ganar tiempo, dilatar una elección y, después, desenmascarar la falsa ilusión: «Borra la fantasía», decía Marco Aurelio. Así se recobra la paz del corazón.
 
De esto, se deduce, como decía Epicteto, que «No son las cosas las que turban al hombre, sino las opiniones que tenemos de ellas. No es la muerte misma lo terrible, no le pareció así a Sócrates, sino nuestra idea de la muerte». El sabio debe sobreponerse a las falsas opiniones, que mande en él la razón y esta lo hará libre, firme en la realidad y en la verdad.
 

«El valor y eficacia vital de tales concepciones salta a la vista, dice J. Hirschberger (Historia de la Filosofía I, 227). Son filosofía imperecedera. Cuando hoy amonestamos al hombre dominado por la pasión a que “sea racional”, pervive en nuestro lenguaje algo de la antigua psicología estoica».
 
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