24 de febrero de 2022
alcalorpolitico.com
Deambulaban por las calles de Atenas, allá por el siglo IV a.C., los seguidores de Epicuro y de Zenón de Citio, padres, respectivamente, del epicureísmo y del estoicismo. Podemos imaginar a los ciudadanos griegos tratando de encontrar una vela encendida en medio de la tormenta económica, social, política, cultural que los azotaba (más o menos como andamos hoy). Y como tanto los epicúreos como los estoicos, cada uno por su lado, pregonaban el elíxir de la felicidad y la fórmula para sobrevivir su compleja situación, solo faltaba esta nueva postura filosófica: el escepticismo, al que algunos identifican con el cinismo.
Si del escepticismo se trata, hay que partir de estas circunstancias históricas que cobijaron su nacimiento, al menos como postura, corriente o hasta escuela filosófica, cuando los griegos se encontraban en plena crisis «existencial».
Hay, al menos, tres clases de escepticismo: el de serias raíces filosóficas que niega toda validez y certeza al conocimiento humano; el que brota de la incertidumbre: «No se trata de una tendencia a marginar el conocimiento posible o de promulgar el desconcierto y la duda, se trata de una inspección muy humana sobre las cosas de la vida misma» (Piraligua Vargas); y el que podemos llamar «práctico», que evita, en lo posible, asumir una postura ante varias opciones, por conveniencia, para evitar conflictos o por simple ignorancia.
El primer tipo de escepticismo es el más sólido y conviene conocer sus tesis principales, que se encuentran en su física, su teoría del conocimiento y su ética.
En referencia a la naturaleza, los escépticos (empezando por Pirrón de Elis 360-270 a.C. y Sexto Empírico) se basan en el modelo de Heráclito (como los epicúreos y los estoicos): Todo cambia, nada permanece. Pero van más allá al afirmar que nunca podemos decir de las cosas cómo son o no son, no hay en ellas nada firme ni seguro ni esencial: todas ellas son simples apariencias. Por lo tanto, en la naturaleza no rige ninguna ley ni razón, todo es incierto e indeterminado.
De ahí surge su Teoría del conocimiento. Puesto que las cosas son simples fantasmagorías, sombras, diría Platón, todo es incognoscible. Las impresiones de los sentidos son distintas en cada uno («Todo es del color del cristal con que se mira»), y las opiniones son de la misma naturaleza: cada uno tiene la suya y es imposible determinar cuál es la correcta. Por eso, no hay ningún criterio, ninguna norma para distinguir verdad de falsedad. Y, si esto es así, no queda otro camino que abstenerse de hacer afirmaciones o negaciones de cualquier índole (epojé ‘abstención’). «No digamos nunca: esto es, sino, esto parece».
Como se aprecia, estos escépticos se inscriben como escolapios de los desacreditados sofistas (Protágoras: «el hombre es la medida de todas las cosas»; Gorgias: «nada existe, nada podemos conocer, nada podemos comunicar»).
Y ya estamos en el trampolín, listos para caer en las turbulentas aguas de la ética, natural y esperada meta de estos pensadores tan radicales y atrevidos. Sus postulados son obvios: si no sabemos si las cosas son o no son y se nos revelan como meras apariencias y, si de esto deriva que debemos suspender todo juicio, entonces, para alcanzar la felicidad, que es, esta sí, el bien máximo y fin último del hombre (¡vaya, por fin algo seguro!), esa rara «felicidad» que pudiera dársenos en esta vida miserable, caótica, desarreglada, sucia y maloliente, no nos queda sino buscar la tranquilidad, la impasibilidad (ataraxía) ante todo lo que nos sucede, nos amenaza o nos rodea. El hombre debe buscar un equilibrio interior, al que nada perturbe: ni las inclemencias del tiempo ni los veleidosos vaivenes políticos ni los regímenes totalitarios o populistas ni las enfermedades ni las plagas ni las epidemias ni la falta de medicinas ni la precariedad de los servicios de salud ni los enfrentamientos entre delincuentes ni los maestros indolentes ni los padres y madres desobligados ni los alumnos altaneros y flojos ni los precios de la gasolina y de los jitomates ni los comerciantes voraces ni los políticos corruptos y mentirosos ni...
Es esta una «duda devastadora, rígida, excesiva. Carcome al individuo, le permite excavar en los cimientos, ideas y certidumbres humanas, no deja nada en pie, desmitifica, pero no metódicamente, sino cuando le venga en gana». (Andrés Piraliga Vargas / https://repository.usta.edu.co/.pdf).
Sexto Empírico escribió: «¿Cuál es el fin de la filosofía escéptica? Decimos que el fin del escepticismo es la imperturbabilidad en lo que depende de la opinión y la moderación de las pasiones. En efecto, empieza a filosofar intentando juzgar y decidir qué fantasías son verdaderas y cuáles falsas, con el fin de alcanzar la imperturbabilidad, pero cae en la discrepancia y, no pudiendo decidir sobre ellas, se abstiene. Y a esta abstención suya sigue inmediatamente entonces, como por azar, la tranquilidad en lo opinable».
En pocas palabras: abstente y sostente...
[email protected]
Si del escepticismo se trata, hay que partir de estas circunstancias históricas que cobijaron su nacimiento, al menos como postura, corriente o hasta escuela filosófica, cuando los griegos se encontraban en plena crisis «existencial».
Hay, al menos, tres clases de escepticismo: el de serias raíces filosóficas que niega toda validez y certeza al conocimiento humano; el que brota de la incertidumbre: «No se trata de una tendencia a marginar el conocimiento posible o de promulgar el desconcierto y la duda, se trata de una inspección muy humana sobre las cosas de la vida misma» (Piraligua Vargas); y el que podemos llamar «práctico», que evita, en lo posible, asumir una postura ante varias opciones, por conveniencia, para evitar conflictos o por simple ignorancia.
El primer tipo de escepticismo es el más sólido y conviene conocer sus tesis principales, que se encuentran en su física, su teoría del conocimiento y su ética.
En referencia a la naturaleza, los escépticos (empezando por Pirrón de Elis 360-270 a.C. y Sexto Empírico) se basan en el modelo de Heráclito (como los epicúreos y los estoicos): Todo cambia, nada permanece. Pero van más allá al afirmar que nunca podemos decir de las cosas cómo son o no son, no hay en ellas nada firme ni seguro ni esencial: todas ellas son simples apariencias. Por lo tanto, en la naturaleza no rige ninguna ley ni razón, todo es incierto e indeterminado.
De ahí surge su Teoría del conocimiento. Puesto que las cosas son simples fantasmagorías, sombras, diría Platón, todo es incognoscible. Las impresiones de los sentidos son distintas en cada uno («Todo es del color del cristal con que se mira»), y las opiniones son de la misma naturaleza: cada uno tiene la suya y es imposible determinar cuál es la correcta. Por eso, no hay ningún criterio, ninguna norma para distinguir verdad de falsedad. Y, si esto es así, no queda otro camino que abstenerse de hacer afirmaciones o negaciones de cualquier índole (epojé ‘abstención’). «No digamos nunca: esto es, sino, esto parece».
Como se aprecia, estos escépticos se inscriben como escolapios de los desacreditados sofistas (Protágoras: «el hombre es la medida de todas las cosas»; Gorgias: «nada existe, nada podemos conocer, nada podemos comunicar»).
Y ya estamos en el trampolín, listos para caer en las turbulentas aguas de la ética, natural y esperada meta de estos pensadores tan radicales y atrevidos. Sus postulados son obvios: si no sabemos si las cosas son o no son y se nos revelan como meras apariencias y, si de esto deriva que debemos suspender todo juicio, entonces, para alcanzar la felicidad, que es, esta sí, el bien máximo y fin último del hombre (¡vaya, por fin algo seguro!), esa rara «felicidad» que pudiera dársenos en esta vida miserable, caótica, desarreglada, sucia y maloliente, no nos queda sino buscar la tranquilidad, la impasibilidad (ataraxía) ante todo lo que nos sucede, nos amenaza o nos rodea. El hombre debe buscar un equilibrio interior, al que nada perturbe: ni las inclemencias del tiempo ni los veleidosos vaivenes políticos ni los regímenes totalitarios o populistas ni las enfermedades ni las plagas ni las epidemias ni la falta de medicinas ni la precariedad de los servicios de salud ni los enfrentamientos entre delincuentes ni los maestros indolentes ni los padres y madres desobligados ni los alumnos altaneros y flojos ni los precios de la gasolina y de los jitomates ni los comerciantes voraces ni los políticos corruptos y mentirosos ni...
Es esta una «duda devastadora, rígida, excesiva. Carcome al individuo, le permite excavar en los cimientos, ideas y certidumbres humanas, no deja nada en pie, desmitifica, pero no metódicamente, sino cuando le venga en gana». (Andrés Piraliga Vargas / https://repository.usta.edu.co/.pdf).
Sexto Empírico escribió: «¿Cuál es el fin de la filosofía escéptica? Decimos que el fin del escepticismo es la imperturbabilidad en lo que depende de la opinión y la moderación de las pasiones. En efecto, empieza a filosofar intentando juzgar y decidir qué fantasías son verdaderas y cuáles falsas, con el fin de alcanzar la imperturbabilidad, pero cae en la discrepancia y, no pudiendo decidir sobre ellas, se abstiene. Y a esta abstención suya sigue inmediatamente entonces, como por azar, la tranquilidad en lo opinable».
En pocas palabras: abstente y sostente...
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