20 de enero de 2022
alcalorpolitico.com
Preocupado Epicuro en ofrecer una filosofía práctica, útil para sortear las penalidades de la vida y marcar el camino de la felicidad, del bienestar, en medio de la tormenta de males que acosan al ser humano, finca su pensamiento en aquello que nos puede dar ánimo para superar el dolor, eliminar la ansiedad, la angustia y la depresión que impiden vivir dignamente.
No está mal en estos tiempos revivir su doctrina, en todo aquello que pueda ser útil. Pero no en las interpretaciones banales y simplistas que se hacen de ella, sino lo que dicen sus propias palabras, sus propias recomendaciones, sus propias enseñanzas.
El mismo Epicuro fue un hombre apacible, sencillo, fino, noble y bondadoso. Si bien su patria, Samos, no lo supo apreciar, en la culta Atenas recibió el reconocimiento y obtuvo las facilidades para establecer su «escuela», reuniendo a sus alumnos en los prados y por ello recibir el calificativo de «los filósofos de los jardines».
Si el hombre es capaz de evitar el dolor y, por ende, encontrar el placer, será un hombre sabio pues «solo quien busca la verdad está en camino de encontrar la felicidad o el placer», que es el fin máximo de esa vida. Pero esta felicidad no es un hedonismo ramplón, como él mismo se queja de que le atribuyen, sino un estado de «ataraxia», de imperturbabilidad ante las adversidades, dolores y temores. «Todo lo que perseguimos, señala, persigue este fin: la supresión del dolor y del miedo. Una vez que estos se producen en nosotros, se desencadena toda la tempestad del alma, no pudiendo el ser viviente dirigirse, por así decirlo, a algo que le falta ni a buscar otra cosa que llenar el bien del alma y del cuerpo». Por eso, siendo el placer el bien mayor, «no elegimos todo placer, sino que a veces pasamos por alto muchos placeres cuando de ellos se nos sigue una molestia mayor; y, al contrario, juzgamos muchos dolores más excelentes que los placeres porque se sigue para nosotros un placer mayor después de que hemos soportado el dolor durante mucho tiempo».
Y añade el padre fundador de esta ruta de vida: el filósofo que conoce la naturaleza verdadera de las cosas y sabe que esta no se rige por leyes inmutables, con su saber puede eliminar el error y el temor y tomar la ruta de la felicidad. En este camino, ni se requiere la intervención de los dioses, ni existe un destino escrito, y la muerte, fin de este asunto, no es sino una disgregación de los átomos que nos componen. Así, muerto uno, se acabó el dolor... «Acostúmbrate a pensar, le dice en una carta a su discípulo Meneceo, que la muerte no es nada para nosotros, ya que todo bien y todo mal está en la sensación y la muerte es la privación de la sensación. Por lo cual, el conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace gozosa nuestra condición de mortales, no añadiendo un tiempo infinito, sino suprimiendo el deseo de la inmortalidad. Es por tanto necio el que dice que la muerte es de temer, no porque sea dolorosa su presencia, sino porque lo es su espera: (pero) lo que presente no molesta neciamente contrista esperado. Así es que el más terrible de los males, la muerte, no es nada para nosotros, pues cuando nosotros existimos, la muerte no existe, y cuando la muerte existe, nosotros no existimos. No es nada, por tanto, ni para los vivos ni para los muertos; para aquellos no existe, y estos ya no existen».
Ese placer que Epicuro recomienda, además de saberlo buscar y, a veces, postergar, no tiene nada que ver con una vida de crápula. El deseo no debe someternos. «Consideramos, le dice a su discípulo, como un gran bien la independencia de los deseos, no porque debamos siempre tener lo poco, sino porque, si no tenemos lo mucho, sabemos contentarnos con lo poco, sinceramente convencidos de que disfrutan con mayor placer de la abundancia los que menos necesidad tienen de ella... Los manjares frugales proporcionan igual que un trato suntuoso cuando ha desaparecido todo el dolor de la necesidad, y pan y agua dan el placer más grande cuando se tienen a la mano los alimentos que se necesitan». Como diría Ovidio: Abstenerse de cosas buenas que nos resultan agradables es una virtud (Est virtus placitis abstinuisse bonis).
Finalmente, conocedor de nuestra dura sesera, insiste: «Pon en práctica las cosas que te he recomendado continuamente y medítalas, estimándolas como los elementos de la vida feliz».
Exorcizado un poco Epicuro, coincidimos con el juicio de J. Hirschberger en su Historia de la filosofía: «Los epicúreos no son gente peligrosa. Saben vivir, hablan bien, escriben bien, no cavilan ni se meten en honduras especulativas. No tiene su filosofía la pesadez de la melancolía problemática, sino más bien el aire leve y grato de la musa. Lo echamos de ver sobre todo en su ética, que es lo primero que viene a la mente cuando de epicúreos se trata» (I, 244).
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No está mal en estos tiempos revivir su doctrina, en todo aquello que pueda ser útil. Pero no en las interpretaciones banales y simplistas que se hacen de ella, sino lo que dicen sus propias palabras, sus propias recomendaciones, sus propias enseñanzas.
El mismo Epicuro fue un hombre apacible, sencillo, fino, noble y bondadoso. Si bien su patria, Samos, no lo supo apreciar, en la culta Atenas recibió el reconocimiento y obtuvo las facilidades para establecer su «escuela», reuniendo a sus alumnos en los prados y por ello recibir el calificativo de «los filósofos de los jardines».
Si el hombre es capaz de evitar el dolor y, por ende, encontrar el placer, será un hombre sabio pues «solo quien busca la verdad está en camino de encontrar la felicidad o el placer», que es el fin máximo de esa vida. Pero esta felicidad no es un hedonismo ramplón, como él mismo se queja de que le atribuyen, sino un estado de «ataraxia», de imperturbabilidad ante las adversidades, dolores y temores. «Todo lo que perseguimos, señala, persigue este fin: la supresión del dolor y del miedo. Una vez que estos se producen en nosotros, se desencadena toda la tempestad del alma, no pudiendo el ser viviente dirigirse, por así decirlo, a algo que le falta ni a buscar otra cosa que llenar el bien del alma y del cuerpo». Por eso, siendo el placer el bien mayor, «no elegimos todo placer, sino que a veces pasamos por alto muchos placeres cuando de ellos se nos sigue una molestia mayor; y, al contrario, juzgamos muchos dolores más excelentes que los placeres porque se sigue para nosotros un placer mayor después de que hemos soportado el dolor durante mucho tiempo».
Y añade el padre fundador de esta ruta de vida: el filósofo que conoce la naturaleza verdadera de las cosas y sabe que esta no se rige por leyes inmutables, con su saber puede eliminar el error y el temor y tomar la ruta de la felicidad. En este camino, ni se requiere la intervención de los dioses, ni existe un destino escrito, y la muerte, fin de este asunto, no es sino una disgregación de los átomos que nos componen. Así, muerto uno, se acabó el dolor... «Acostúmbrate a pensar, le dice en una carta a su discípulo Meneceo, que la muerte no es nada para nosotros, ya que todo bien y todo mal está en la sensación y la muerte es la privación de la sensación. Por lo cual, el conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace gozosa nuestra condición de mortales, no añadiendo un tiempo infinito, sino suprimiendo el deseo de la inmortalidad. Es por tanto necio el que dice que la muerte es de temer, no porque sea dolorosa su presencia, sino porque lo es su espera: (pero) lo que presente no molesta neciamente contrista esperado. Así es que el más terrible de los males, la muerte, no es nada para nosotros, pues cuando nosotros existimos, la muerte no existe, y cuando la muerte existe, nosotros no existimos. No es nada, por tanto, ni para los vivos ni para los muertos; para aquellos no existe, y estos ya no existen».
Ese placer que Epicuro recomienda, además de saberlo buscar y, a veces, postergar, no tiene nada que ver con una vida de crápula. El deseo no debe someternos. «Consideramos, le dice a su discípulo, como un gran bien la independencia de los deseos, no porque debamos siempre tener lo poco, sino porque, si no tenemos lo mucho, sabemos contentarnos con lo poco, sinceramente convencidos de que disfrutan con mayor placer de la abundancia los que menos necesidad tienen de ella... Los manjares frugales proporcionan igual que un trato suntuoso cuando ha desaparecido todo el dolor de la necesidad, y pan y agua dan el placer más grande cuando se tienen a la mano los alimentos que se necesitan». Como diría Ovidio: Abstenerse de cosas buenas que nos resultan agradables es una virtud (Est virtus placitis abstinuisse bonis).
Finalmente, conocedor de nuestra dura sesera, insiste: «Pon en práctica las cosas que te he recomendado continuamente y medítalas, estimándolas como los elementos de la vida feliz».
Exorcizado un poco Epicuro, coincidimos con el juicio de J. Hirschberger en su Historia de la filosofía: «Los epicúreos no son gente peligrosa. Saben vivir, hablan bien, escriben bien, no cavilan ni se meten en honduras especulativas. No tiene su filosofía la pesadez de la melancolía problemática, sino más bien el aire leve y grato de la musa. Lo echamos de ver sobre todo en su ética, que es lo primero que viene a la mente cuando de epicúreos se trata» (I, 244).
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