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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
El hombre y el destino
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
10 de febrero de 2022
alcalorpolitico.com
Según los estoicos, la naturaleza es absolutamente material y cambiante y regida por una ley necesaria que es la Razón Universal. De esto resulta lógico que lleguen a su teoría ética con unos principios opuestos a los epicúreos, que sostenían la inexistencia de la predestinación.
 
Siendo todo materia, todo mutable, todo racional, todo «divino», todo regido por la ley absoluta de la Razón universal, los estoicos, en general, entienden que el hombre, aunque dotado de alma, no deja de ser parte de la naturaleza material y debe actuar absolutamente supeditado a esta misma ley. El alma humana también es de naturaleza material, forma parte de la Razón universal y su libertad es su necesidad racional. Por ello, su ser, vida y actuar deben estar absolutamente en concordancia con ella. Esto es, que el hombre está regido por una «ley natural» que se identifica totalmente con la que rige la naturaleza. Es una ley no escrita, eterna, que gobierna absolutamente todo el cosmos y es, al mismo tiempo, la medida para catar los actos humanos. De aquí se concluye que la obligación del hombre, su norma de conducta, es la aceptación incondicional a comportarse como lo hace cualquier ser natural: mineral, vegetal, animal...
 
En esto consiste ser virtuoso. La virtud es y debe ser su máximo bien y solo adecuando a este principio su conducta, su vida práctica, puede alcanzar la felicidad. Por eso, el ideal estoico es el del hombre sabio, quien «libre de afectos y pasiones consigue la felicidad, es decir, la apatía, el control total de su vida y conducta». Al tener la misma naturaleza, todos somos iguales, sentencia Epicteto, y todos somos hermanos. Por ello, el hombre debe actuar basado en el amor universal, la fraternidad universal, siendo uno con todo y con todos ser clemente y misericordioso. Norma que se aplica de forma universal, entre pueblos y entre individuos, «incluyendo esclavos, mujeres, niños, marginados». Y, podemos añadir, delincuentes: asesinos, ladrones, proxenetas, etc.
 

¿Y la libertad del hombre? Para los estoicos, hay una cierta (y muy menguada) libertad, pues el hombre, aún actuando en consonancia con aquella determinista ley universal, tiene en sí la posibilidad de salvarla. Como lo asientan en su Teoría del conocimiento, si bien está determinado por los sentidos ante las cosas, tiene la posibilidad de aceptar o rechazar las representaciones (imágenes) de las cosas. Ante lo que se refiere al cuerpo y a los afectos (dolencias del alma), no puede hacer nada; en lo referente a las representaciones internas, puede aceptarlas o rechazarlas, postergar o consentir, hacer el bien o el mal. Esa es la única libertad, lo demás es ilusión. El hombre sabio es libre porque se adecúa a la ley universal, a la Razón universal, y solo el ignorante es esclavo de los placeres.
 
Y aquí aparece el destino, parte medular del pensamiento griego. Para el hombre griego, el destino es tan definitivo que aun los dioses están sometidos a él. Es lo que llamaban la Ananque, la Necesidad. Y esta necesidad sí es absoluta. Por eso el estoico es fatalista: «El destino es la ley del cosmos, según la cual, lo que acaeció, acaeció; todo lo que acaece, acaece y todo lo que está por acaecer, acaecerá». Es causa invencible, incontenible, inmutable, razón del mundo, ley cósmica. Ante él, el hombre debe arrodillarse y aceptarlo de agrado: «Si accedes de grado, el destino te llevará; si no, te arrastrará a la fuerza» (Séneca). Si recibes un bien, sábete que no durará; si es un mal, igual pasará.
 
Este texto de Séneca es digno de reflexión: «Nada malo puede pasar al hombre bueno: no se mezclan las cosas contrarias ni la naturaleza consiente que lo bueno dañe a lo bueno... Así como tantos ríos, tantas lluvias caídas del cielo, tanta multitud de fuentes minerales no cambian el sabor del mar ni le atenúan siquiera, así el ímpetu y el contraste de la adversidad no conmueven el alma del varón bueno; persevera con firmeza en su estado y trueca en su propio color todo cuanto le adviene, porque es más fuerte que todos los accidentes externos. Yo no digo que no los sienta, sino que los vence y se yergue sesgo y apacible contra los embates de la adversidad. Considera las adversidades como un ejercicio... Languidece la virtud sin adversario. Sepas que esto debe hacer el hombre bueno: no ha de temer las cosas duras y difíciles ni ha de quejarse del destino; cualquier cosa que le acaeciera, téngala por buena y conviértala en provecho propio. Lo que importa no es cuánto sufres, sino cómo lo sufres.
 

«¿No ves con qué diferente cariño tratan a los hijos los padres y las madres? Aquellos mandan levantarles temprano para dedicarse al estudio y así les arrancan sudor y lágrimas. Las madres, en cambio, quieren tenerlos en su regazo y mantenerlos a la sombra. Dios trata a los buenos con corazón de padre y los ama varonilmente. Los ejercita en trabajos, dolores, infortunios para que cobren la verdadera reciedumbre... Los dioses contemplan a los varones magnánimos en lucha contra alguna calamidad. He ahí el espectáculo digno de ser contemplado por Dios atento a su obra: el varón fuerte luchando a brazo partido con la fortuna adversa; y más todavía si fue él quien la provocó». (De providentia, cap. II).
 
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