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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Maestros, maestros
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
25 de mayo de 2017
alcalorpolitico.com
Si de maestros se trata, en estos días ha habido muchos comentarios, unos son recuerdos de aquellos que contribuyeron positivamente en la formación escolar; también, algunos denunciando o lamentando haber tenido profesores que dañaron, que deformaron.
 
Yo escribí hace un tiempo de los maestros que tuve en primaria y lo que en mí formaron. Ahora hablo de otros maestros, por ejemplo, el de biología, en segundo de secundaria. Nunca supe de donde le salió lo de enseñar biología, materia alejadísima de su profesión. Pero tengo vivo el recuerdo del día en que se propuso enseñarnos unos bichos microscópicos, llamados paramecios. Nos explicó la preparación: un vaso con agua de charco, un poco de pasto sumergido allí y al cabo de un tiempo, los animalillos salen de su estado latente y se mueven en el agua como carritos chocones.  
 
En ese tiempo, tenía un minúsculo microscopio, de escasos alcances, que me había comprado en la papelería Yoko, con una moneda Cuauhtémoc de cinco pesos, de plata ley .900, que mi madre me había regalado con la recomendación de guardarla muy bien. Pero ese pequeño aparato me llamaba a mis diez años y, sin avisar a nadie, me lo compré. El japonés de la tienda no objetó la moneda y yo salí feliz con aquel instrumento escondido en la mochila.
 

En aquel experimento de observación, el maestro montó un viejo microscopio, el único que tenía la escuela y en el que Koch debió de haber observado sus bacilos. La fila de alumnos se hizo larga e inquieta. El maestro colocó una gota de esa agua en el portaobjetos y empezó la observación. En lugar de ser disciplinado y formarme, saqué mi microscopio de cinco pesos y puse una gotita de aquella agua. ¡Oh, maravilla! Aunque apenas se veían los finos cilios, los bichitos, chiquitines pero bien definidos, nadaban felices ante mis ávidos ojos. En tanto, el maestro luchaba con aquel aparatejo, en el que nadie lograba ver nada. Entonces la fila de alumnos se desbarató y, cuando me separé del ocular, ahí estaban mis compañeros queriendo ver lo que yo admiraba. La fila se recompuso ante mi butaca. El maestro levantó la vista, vio aquello y, dando un manotazo en el escritorio, dijo: ¡Se acabó la clase y nunca les vuelvo a traer nada!, promesa que cumplió cabalmente. La biología es una ciencia fascinante. Igual que la química, cuyo maestro de tercero de secundaria (alias Lavoisier) tuvo la osadía de confiarme las llaves del mueble en donde estaban matraces, retortas, pipetas, ácidos, reactivos, etc. Cuando en clase hacía una práctica demostrativa, anotaba todo y luego, allá, atrás de la casita donde se guardaban las herramientas de jardinería, con otros dos o tres cómplices hacíamos pólvora, cohetes, pintábamos las bases con fenolftaleína. A lo que nunca nos atrevimos fue a hacer agua de limón con un ácido (¡¿fue HCl?!), que el maestro elaboró y que nadie se animó a probar. La tomó solo.
 
Las matemáticas de la secundaria fueron con un mismo maestro: aritmética en primero, álgebra en segundo, y en tercero, trigonometría y algo de geometría analítica. Conforme daba sus clases, siempre sentado, escribía lo que enseñaba en una pequeña libreta. ¿Un proyecto de libro? Quizá. Nunca lo supe.
 
El maestro de inglés tenía un horario atroz: las dos de la tarde. Después de media hora de clase, sacaba un descomunal puro, le quitaba el anillo mientras recitaba su estribillo: «anillo en el puro, p… seguro», lo encendía y, durante unos minutos, rebuscaba una anécdota que después nos platicaba con deleite. Era, además, asesor de estudios. En una ocasión, cuatro o cinco fuimos comisionados a pedirle redujera las horas de griego, que considerábamos excesivas. Nos miró fijamente y nos preguntó: ¿cómo se dice ombligo en griego? Salimos, sin rechistar, a consultar un diccionario… Otro grupo le pidió (¡a él, temido maestro de inglés!) que también se redujeran las horas. Usó el mismo recurso: ¿cómo se dice en inglés papaya y zapote y toronja y pera y ciruela y…? Como nadie respondía, solo dijo: si van a Estados Unidos, nunca comerán una fruta. Y las clases siguieron siendo las mismas y las mismas horas.
 

Cuando oigo sentenciar que los maestros, para ser buenos, deben usar muchos recursos didácticos, siempre recuerdo a un maestro de filosofía. Todas sus clases las impartía sentado: eran cátedras. Solamente en una ocasión tomó un trozo de gis, estiró el brazo y escribió en el pizarrón ser. Jamás usó más recurso didáctico que el rigor de pensamiento y la claridad expositiva.  
 
Finalmente, el maestro a quien todos temíamos. Nunca permitió se le repitiera algo de memoria. «Solo vomitas lo que yo dije, o lo que dice el autor fulano… No has digerido nada»… Y ahí nos tenía a todos, sufriendo y temiendo los exámenes que eran orales y uno por uno. Después lo entendimos: nos enseñaba a pensar.
 
Benditos maestros.
 

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