icono menu responsive
Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Fruslerías literarias
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
25 de enero de 2018
alcalorpolitico.com
Hace varios ayeres y antieres, cuando joven leía un libro o algún artículo en un periódico, me intrigaba mucho la personalidad del escritor. Si de un libro se trataba, era simplemente una admiración platónica, pues no pasaba por mi imaginación que algún día lo pudiera ver en persona, y menos viviendo en la provincia de la provincia, lo que es casi decir en un destierro o desierto cultural. Eso me sucedía con los periodistas y articulistas que yo más admiraba: por ejemplo, la pléyade que formaba aquel “Excélsior” de Julio Scherer García. Si del articulista de algún diario local se trataba, también lo veía con admiración, si bien más terrenal.
 
Los tiempos pasaron. Fui periodista y escritor de artículos y hasta de algunas novelas y sendos libros de etimologías griegas y latinas del español. ¿Qué ha pasado? Nada. En algún momento llegué a pensar que, por obra y magia de los grandes escritores que he leído y más me han impresionado –e influenciado–: Cervantes, José Martínez Ruiz (mejor conocido –o menos desconocido– como Azorín), Gabriel García Márquez, John Maxwell Coetzee, José Saramago, Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, para mencionar solo a unos cuantos, podría ser que algo lograra para sacar cosas que uno lleva dentro y que, como duendes, buscan salir a la luz del día.
 
Un muy amigo escritor, a quien me he referido ya en varias ocasiones (el maestro Edmundo López Bonilla), y quien lleva ya publicados varios libros, me comparte dos anécdotas luego de informarme que su nombre ya figura entre los personajes destacados de su natal Nogales (honor muy merecido). La primera es la historia de tres libros suyos que donó a una biblioteca y al cabo de unos años preguntó por ellos a la bibliotecaria. Le mostró dos muy ajados «y que el otro, definitivamente se perdió. Una señora ―dijo la bibliotecaria―, pidió varias veces el libro y lo devolvió, pero algún día lo solicitó nuevamente, y hasta el día en que tuvimos aquella plática, no había retornado; y se daba como pérdida definitiva». La segunda: «En un botadero del mercado de Río Blanco, entre revistas usadas, películas, libros ajados, algunos casetes de música ―que supongo ya nadie oye por la modernidad de los reproductores―, y cachivaches varios, vi un ejemplar de Territorio imaginado; pregunté cuánto costaba: “Setenta pesos, contestó el vendedor”. “Para que un libro escrito por mí no ande rodando, te doy treinta”. El hombre me miró con muestras de incredulidad. “Es fácil decir que se escriben libros”, atinó a decir»…
 

Leyendo estas anécdotas del maestro Edmundo, le comento que algo muy semejante me sucedió con uno de mis libros de Etimologías. Lo encontré en una tienda de usados: viejo, achacoso, deshojado, remendado y medio resueltos los ejercicios con tachaduras y enmendaduras que mostraban un usuario no muy cuidadoso ni preocupado por el ejemplar. Vi el precio. ¡Cinco pesos! Bueno, me dije, no vale ya ni eso...
 
Por ahí pueden hilvanarse otras anécdotas sobre libros que, hasta con dedicatorias muy emotivas, uno se encuentra entre los escombros de esta civilización decadente. Y también se puede coser en serie la suerte de otros libros publicados y no leídos o ni siquiera editados, que se van volviendo viejitos y siguen encerrados, llenándose de telarañas y arriesgando convertirse en alimento de comejenes bibliófilos.
 
El maestro Edmundo me dice: «Habrá usted notado que son logros modestos, pero que emocionaron a quien, a lo largo de los años, ha aprendido que si la facultad de escribir es un don, ese don está encaminado a enlazar voluntades: la de quien escribe y la del ocasional lector; y que si ese lector atendió e hizo suya la emoción con que están plasmados los textos, se enlazan cumplidamente esas dos voluntades en ese rito misterioso, mágico, que se inicia en una mesa, ante una hoja de papel, en la ardua labor de ordenar las ideas, para que esas ideas vayan por caminos insospechados y fechas sin precisar a cerrar ese ciclo, a mover emociones emanadas de mundos donde todo es posible; mundos sin fronteras, imaginados por el autor, pero recreados a su entero gusto por ese otro soñador, que atiende la invitación a leer. Porque esa es la sustancia de los sueños de que está hecha la literatura… O, en el otro caso, crear la impresión de que escribir libros y publicarlos es más difícil de lo que la realidad conlleva, y que el escritor es una persona excepcional ―como verdaderamente lo son los grandes maestros― y no pasa por la imaginación de quien admira que el escritor sea un hombre común con inmensas ganas de comunicarse… solamente eso: comunicarse, contar a su modo sus fabulaciones, que es, acaso, su modo de encontrar su lugar en el mundo».
 

Efectivamente, la literatura está hecha de sueños.
 
[email protected]