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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
La buena tierra
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
11 de marzo de 2021
alcalorpolitico.com
Leo que se ha dictado sentencia contra uno de los plaguicidas más usado por los campesinos: el glifosato. Esta decisión tardó mucho tiempo, pues es costumbre esperar años y años para tomar una decisión que debió darse con mucha antelación y prontitud.
 
Los campesinos, especialmente quienes, como dice Antonio Machado, «viven y laboran sus tres palmos de tierra» en zonas de abundante vegetación, clima semi tropical, sufren de un doble problema respecto a la conservación desyerbada de sus plantaciones: por una parte, no solo la escasez de la mano de obra de quienes saben de lo duro y fatigoso que es usar el azadón y doblarse literalmente hacia la tierra para arrancar lo que estropea las cosechas; por otra, también el peligro que resulta usar una y otra vez estos herbicidas, cuya fabricación no está debidamente controlada.
 
Esta noticia me hizo recordar la hermosa novela La buena tierra de Pearl S. Buck, escritora estadounidense y Premio Nobel en 1938.
 

Pearl S. Buck (1892-1973) fue hija de unos misioneros en China, país en donde ella vivió más de 40 años. Esta larga estancia le permitió conocer muy de cerca su cultura, sus costumbres y tradiciones. Fruto de ello son varios de sus 26 libros escritos en su larga vida.
 
La buena tierra es una saga de tres generaciones. El personaje central, Wang Lung, es un ignorante campesino, pobre y analfabeta que, a base de trabajo y ahorro, logra hacer un pequeño capital con el que compra una parcela a los ricos de la aldea. Su padre le ha conseguido una esposa, O-Lan, que es una esclava del mismo latifundista y que, sin otro medio para significar su lugar en el mundo que el trabajo callado, terco y arduo, llega a ser un fuerte apoyo para su esposo. Sin embargo, esa vida consagrada al trabajo, al cultivo de la tierra que muchas veces es inhóspita, árida o infértil y otras es fecunda y amorosa, si bien llega a ser fuente de riqueza, a tal grado que Wang Lung llega a ser dueño de toda la tierra del latifundista, no parece tener el sentido de medio, de recurso para cultivar valores más importantes para el ser humano, como el amor, el respeto a la mujer, la integración de una familia y la formación integral de los hijos.
 
Al final, después de ver que los hijos son reacios al trabajo que él les enseñó y más bien quieren vivir en la molicie y el desenfado, Wang Lung resentirá la ambición, la codicia y el desprecio que ellos sienten por aquello que a él le dio un lugar y un sentido en la vida: la tierra, la buena tierra.
 

La autora cuenta esta historia con profundo sentimiento, con gran efervescencia de emociones y amplio conocimiento, frutos de sus experiencias e impresiones vividas cerca de los agricultores pobres de la China comunista. Una frase de ella puede ponerse como epígrafe a la novela: «Muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad». Y esta frase rima con la expresión certera y justa de otro escritor norteamericano, John Updike (1932-2008) en su novela La belleza de los lirios: «No tienes que ser un obrero de fábrica para saber cómo el mundo puede prescindir de ti cuando ya no eres útil».
 
Cuenta un cuento que había un campesino pobre a quien acudió su hijo para decirle que les había sucedido una desgracia, pues su caballo había huido. El padre le dijo que solo el tiempo diría si eso era en verdad una desgracia. A los pocos días, el caballo volvió junto con otro ejemplar. El padre exclamó: ya viste que no fue desgracia. El hijo montó en el caballo recién llegado que, alebrestado, lo tiró al suelo. El chico se fracturó una pierna. Esto sí es una desgracia, exclamó, pero el padre volvió a decirle que solo el tiempo diría lo justo. Al poco llegaron unos soldados del rey haciendo una leva y, viendo al muchacho lastimado, lo dejaron sin reclutarlo. El padre le reiteró: solo el tiempo dicta lo que es suerte y lo que es desgracia.
 
Como los personajes del cuento, acompañando a mi padre a desempedrar aquel terreno sembrado de rocas y guijarros, bajo un tórrido sol abrasador, sentado en una piedra en medio de un cañal quemado, reseco, tostado, todo reducido a tizne y a restos de cañas secas y duras, con el limo de las rocas pegado como costras negras, muertas, le decía: este trabajo es inútil: parece que las piedras retoñan, no se acaban nunca. Y él, tranquilo: este infiernito no durará todo el año. Solo el tiempo dirá...
 

La tierra, la buena tierra...
 
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